martes, 22 de noviembre de 2011

Noviembre

Después de varias semanas de plomo y nieblas, un atisbo de sol. Noviembre. El mundo está a punto de irse al carajo, pero hablamos una vez a la semana con Sara, mi chica romana, con sus ojos que, siendo azules, se oscurecen al otro lado del mar. ¿No estás muy pálida; comes bien?, le preguntamos. Son cosas de la videocámara, nos dice; yo miro su rostro como un hombre del neolítico, intentando que no se me note el asombro y la ignorancia. Los niños han dejado de jugar en los patios y las calles enmudecen. Voy dejando vaho en las ventanas, mientras pienso que todos los días se han convertido en lunes. Leo los periódicos de papel, porque creo que en ellos late una disidencia efímera. Noviembre. Mis padres regresarán dentro de poco, pero entonces tendré que evocar la Navidad, y sentirme bien, los despojos felices en casa, hay ruinas que son alegres, noviembre ha sido benigno y espero ver a Sara en casa. Entonces serán los días más cortos, pero yo los cogeré por el cuello como a un coronel pomposo y les diré que no me importa, que estamos juntos de nuevo, vuelvo a mirar por la ventana, el cielo se encoge, las nubes heladas parecen madres levantando la tapa de una cazuela. Cojo mi abrigo y salgo a la calle antes de que oscurezca.

martes, 15 de noviembre de 2011

Ceniza

Nos habituamos a ver la ceniza sobre las hojas, las lombrices, los caracoles del jardín. Caía con una suavidad de pequeños harapos, huidiza y morosa. Caía sorda y lánguidamente sobre las pizarras, sobre la colina, sobre el lecho turbio del río. Nuestros padres la llevaban sobre los hombros y se la sacudían en el umbral. Mamá decía que era como la nieve prematura que tapa los campos en otoño. Lo decía mientras separaba los visillos almidonados de su cocina. A veces las bolas de ceniza se ensanchaban y cubrían el sol. Cuando hacía viento zigzagueaban enloquecidas y nosotros jugábamos con ellas. Igual que las batallas de almohadas que celebrábamos en el desván. Un día madrugué mucho y fui con mi padre a la fábrica. Yo cabeceaba por el sueño y el cielo me parecía de papel. Después de cruzar la aldea, llegamos a las alambradas. No sé por qué me impresionó tanto aquel campo, sus bocetos helados de maleza. Había niños como yo, pero tenían la cabeza pelada. También hombres con un casco negro sobre los ojos. Los perros ladraban. Los barracones eran de una madera que tenía el color del regaliz. A la entrada, sobre un arco de hierro forjado, había una leyenda: “Arbeit macht frei”, El trabajo os hace libres.

martes, 8 de noviembre de 2011

Náufrago

Creo que ya sé cuál es el origen de mi melancolía: cuando mi madre rompió aguas, yo me negué a abandonar el barco.

jueves, 3 de noviembre de 2011

Pésame

Fui al entierro de la madre de mi tío Amadeo y al verle entrar en la iglesia rechacé su mano y lo abracé, para expresarle mi condolencia y compartir su dolor. Creo que él me ofrecía su mano porque le pareció más natural, porque ya me ve un hombre hecho y derecho, alguien que ha cruzado hace mucho el umbral de la madurez. No pude decirle que yo lo veía con otros ojos, que quien lo abrazaba no era un sobrino cuarentón, sino el adolescente que reía con sus hijos sentado en las escaleras de su casa. Besé sus mejillas como cuando era niño y mi madre y mi tía llevaban vestidos blancos. En la iglesia había mucha gente, pero las palabras del cura sonaron protocolarias. Soy llorón por naturaleza, pero siempre me pareció terrible ver las lágrimas de mi padre, de sus hermanos, de los hombres que han conocido el exilio o la miseria. Algunas mujeres, vestidas de luto, se arrodillaron en el filo de los reclinatorios. Hay sepelios bajo el sol de mayo y el júbilo sugerente del azafrán. Los ladrillos rojos de la iglesia eran grises bajo un cielo que parecía la mirada errante de un vagabundo.