Me acuerdo a veces de las personas a las que he dejado en la estacada, a las que no escuché como merecían, como correspondía, a las que incluso traté con un tic de displicencia. Veo a P., cuya trayectoria profesional se había alejado de la mía muchos años atrás, sentado en mi oficina, susurrándome mi vida se ha derrumbado, se han roto los lazos familiares, ni siquiera me queda aquel pequeño negocio, lo veo contándome una historia de fracaso canónico, de manual, agravada por desenlaces aciagos, patéticos, casi un poco inverosímiles. Intentaré hacer lo que pueda, le digo, dame tu móvil, lo acompaño hasta el pasillo, palabras de gratitud, un apretón de manos, un silencio angustioso, un suspiro de alivio cuando se cierran las puertas del ascensor. No conservaré el móvil, meses después me acordaré vagamente de él por una oportunidad y no encontraré el número, intentaré localizarlo a través de un tercero, sabré perfectamente que practico un simulacro, una especie de justificación estéril, las puertas del ascensor viajando la una hacia la otra, eso es lo que recordaré con una nitidez hiriente, el rostro de mi amigo recortándose en el espejo manoseado del fondo, su rostro flaco y su sonrisa triste, el bigote humedecido. Él sabía, con una certeza desoladora, que no le prestaría ninguna ayuda.
miércoles, 31 de agosto de 2011
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