Hacía tiempo que no me montaba en un bus urbano y ahora me doy cuenta de
que debo hacerlo con más frecuencia. En esos días de calor sofocante y
prematuro, cuando la gente prefiere echar la siesta o refrescarse en una
terraza. Sentado junto a una ventana baja, casi al ras de los ojos de los
peatones, los observo con una impunidad accidental, en un vértigo suave e
invisible, deteniéndome en todo lo que veo, las madres jóvenes empujando los
carritos, chicas riéndose dentro de un bar, hombres maduros en los que fijo una
mirada penetrante, que retiro sólo un segundo después de que reparen en ella.
El bus hace un largo recorrido en el que apenas suben viajeros y, camino
del hospital, en esta tarde abrasadora y perezosa, me digo que este es un buen
día para cerrar el blog. Ni siquiera sé el tiempo que llevo aquí, pero creo que
se parece un poco a este itinerario insólito, con un autocar que me lleva por
una periferia de casas bajas y fantasmales. A lo lejos el cielo se va pintando
de nubes que son como islas en un mar de lava y al bajarme siento, por primera
vez, un aire tibio y perfumado. Sí, debo coger más transportes públicos y
dejarme llevar, me digo.
Antes de entrar en el hospital, decido visitar la cafetería y esperar a que
oscurezca. En la mano llevo un libro que habla de tormentas imponentes y
balleneros franceses. No sé muy bien qué hora es. Dentro hay dos clientes
cenando frugalmente y una tele encendida pero sin sonido. Me acerco a la barra.
El silencio sólo lo rompe el vapor ocasional de la cafetera.
(Gracias a todos los que se han pasado por aquí).