jueves, 1 de marzo de 2012
Bares
Nunca fui hombre de bares. Y sin embargo me acuerdo de ellos, como evoca uno ciertas películas, viajes interminables de la niñez, algunas personas que te cruzaste en plazas inéditas y soleadas. Mi madre conoció a mi padre estando ella en la barra de un bar, pero fuera de la calma de los cafés del invierno, nunca fueron de tomar chiquitos. A lo mejor por eso se enamoró de él. Mi abuelo Cabanas sí que mojaba los labios y las suelas, pero siempre por cantinas un poco lúgubres, por colmados oscuros, en tiendas de ultramarinos donde despachaban frascas de vino agrio. Me acuerdo de los bares decorados con mesas de mármol y de los que tenían visillos de hule en las ventanas. He aprendido a estar de pie en ellos, solo, dejando que el tiempo se apelmace con un poso de tierra. Con la mirada un poco absorta, intentando pasar inadvertido, como los rufianes y los hombres con macuto. Pero no soy cliente de bares y cuando salgo, después de una visita efímera, pienso en los que quedan allí, sentados en la penumbra, como los órganos de un cuerpo viejo. Abandonados en la soledad olorosa y sagrada de los almacenes del corazón.
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En algunos bares asomándome, ciertamente he visto tristeza, dolor, soledad en algunos de aquellos hombres pegados a la barra..
ResponderEliminarSaludos Miguel.
Un abrazo, May.
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