jueves, 25 de noviembre de 2010

Hamelín

A pesar de su aspecto decrépito y lánguido, aún provocaba inquietud. Había oído hablar de él en mi infancia, citarlo en las noches más oscuras y su solo nombre, Hamelín, me suscitaba escalofríos. Pero ahora era sólo un viejo chepudo y costaba imaginar que en otra época hubiese suscitado tanta desolación. Mi madre lo veía aproximarse con su andar pausado, subiendo y bajando las colinas que rodeaban el pueblo, con su flauta travesera oscilándole al cinto.
- ¿Crees que conservará su talento? - le pregunté con esperanza.
- Confíemos en que sea así - respondió ella, con un suspiro -. Tampoco lo tiene tan difícil: cada vez son menos y su estupidez es insuperable.
La silueta de Hamelín se fue haciendo más rotunda y mi madre, para sosegarme, me abrazó con su rabo escamoso. El grupo de ratas que esperaba, con ella al frente, alzó sus hocicos puntiagudos. Hamelín nos saludó al llegar y detectamos en su semblante una sonrisa irónica. En cuanto extrajo la primera nota de su flauta, los últimos humanos que había en la plaza, con rostro sonámbulo, echaron a caminar detrás de él.

jueves, 18 de noviembre de 2010

Doctor Cabanas

Mi madre se llevó un disgusto tremendo cuando dejé los estudios de medicina. Lo cierto es que, pasados los años, a mucha gente le ha dado por decir que yo hubiese hecho buen papel como galeno, creo que por la misma causa que los testigos de Jehová me paran por la calle intentando evangelizarme. Cuánto soplapollas, Dios mío. Supongo que fue un fracaso en toda regla, pero la mía era una vocación más lúgubre que profesional. Evoco ese episodio de mi juventud y me veo a mí mismo haciendo gala de un humor macabro - de qué género iba a ser, sino -, gesticulando teatralmente para impresionar a las chicas. Ah, los muertos... me impresionó más verlos cubiertos por una sábana que luego sobre las mesas como odres de cartón. Durante mucho tiempo me acosó aquel hedor dulce y penetrante del formol, impregnando las lámparas y los visillos de mi casa. Nunca compartí el entusiasmo de mis colegas por localizar tibias en los osarios y el balde donde flotaban las vísceras - en una especie de ponche amniótico - sólo me inspiraba un tibio horror. Cómo creer en el alma después de haber sido testigo impertinente de tanta ausencia. En las frías mañanas de diciembre, tenía que coger una barca para cruzar la ría y desde allí un autobús que me llevaba a la facultad. Siempre que pienso en esa época me viene a la memoria una sucesión de días plomizos y un campo embarrado donde jugábamos al rugby. Pero sobre todo recuerdo al legionario que había donado su cadáver a la ciencia, después de que un rival tabernario le abriera el cráneo con un hacha. Mejor dicho, lo debió hacer antes, tal vez mientras fumaba hachis en las dunas, sospechando que, por encima de todo, él siempre sería un novio de la muerte. El pequeño legionario de cuerpo fibroso, tendido en una mesa de acero rodeado de batas blancas, a quien el destino había despojado de la serigrafía heroica de sus tatuajes. Tal vez era el único que conservaba un vestigio de alma, una sombra pálida y sinuosa, elevándose como polvo duro hacia el cielo. Aquellos años donde yo perdí la pureza, entre alumnas lindas y aplicadas, caminando por aulas vacías que parecían un laberinto. En la morgue reposaba el soldadito español y entre las nubes, a veces, yo veía pájaros negros.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Edipo

Nunca me parecí a mi padre, ni siquiera físicamente, adopté alguna de sus aficiones, como la caza, por esa admiración que a cierta edad suscitan en los púberes las figuras paternas, siempre ha sido un hombre honesto, pero con el tiempo me distancié rotundamente, no es que discutiéramos, simplemente estábamos en planetas distintos, en galaxias distintas, lo curioso es que ahora empiezo a parecerme un poco a él, pero en cosas que resultan insidiosas, en sus manías y recelos, en esos miedos absurdos que tejen una niebla ante sus ojos, la oscuridad, los viajes, los extraños, neurosis mezquinas e intempestivas, van soldando un núcleo duro, en mí empiezan a ser palpables, como las canas o los pelos de la nariz, la triste decadencia, el espejo en el que uno no desea reflejarse, aunque lo que me solivianta es evocar su juventud, trufada de proezas anónimas, actos que poseen algo de temerario, como esas fotos en las que se le ve junto a un puñado de moros, o sorteando con su montura un seto imposible, los años en que iba a buscar a mi madre en moto bajo la lluvia de Bilbao, su vida en pensiones fronterizas, el cuerpo esbelto y fibroso, su aire seductor, me pregunto por qué no heredé esa estampa de jinete intrépido, de joven que no tenía miedo a nada, tan diferente del anciano que ahora se obsesiona con los enchufes, con las estufas, con las grietas, él que se burló de rayos y abismos, que estuvo a punto de embarcar rumbo a Sydney, este viejo maniático, no puede ser la misma persona, ya no se acuerda de su propia vida, supongo que debería reprochárselo, pero por eso merece mi respeto, su pasado sólo le pertenece a él, igual que las coronas a los reyes destronados, yo soy su último testigo, todo lo que él fue y yo nunca seré es como la epopeya de los héroes inmortales que nos deslumbraron en nuestra juventud.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Seguir vivo

Existen dos momentos trascendentes en la vida de una persona que, salvo delirio, no debería pasar por alto: el día en que presiente que todo es una estafa y la noche en que, a pesar de todo, decide seguir vivo. El conflicto estriba en asumirlo y en no claudicar como un cobarde. Ahí es donde unos fundan dinastías, algunos se resignan y otra parte, diremos que la mayoría, se encoge de hombros. A muchos, con frecuencia, les da por comprarse un coche.