A pesar de su aspecto decrépito y lánguido, aún provocaba inquietud. Había oído hablar de él en mi infancia, citarlo en las noches más oscuras y su solo nombre, Hamelín, me suscitaba escalofríos. Pero ahora era sólo un viejo chepudo y costaba imaginar que en otra época hubiese suscitado tanta desolación. Mi madre lo veía aproximarse con su andar pausado, subiendo y bajando las colinas que rodeaban el pueblo, con su flauta travesera oscilándole al cinto.
- ¿Crees que conservará su talento? - le pregunté con esperanza.
- Confíemos en que sea así - respondió ella, con un suspiro -. Tampoco lo tiene tan difícil: cada vez son menos y su estupidez es insuperable.
La silueta de Hamelín se fue haciendo más rotunda y mi madre, para sosegarme, me abrazó con su rabo escamoso. El grupo de ratas que esperaba, con ella al frente, alzó sus hocicos puntiagudos. Hamelín nos saludó al llegar y detectamos en su semblante una sonrisa irónica. En cuanto extrajo la primera nota de su flauta, los últimos humanos que había en la plaza, con rostro sonámbulo, echaron a caminar detrás de él.