Exhaustos después de una noche en la que habíamos robado los periódicos de la mañana y tomado la última copa en un bar diseñado con retretes, nos dejamos caer en los bancos de mármol helado de la estación de cercanías. Cuatro universitarios que exprimían las noches salvajes de su juventud. Alguien encendió un cigarro cuando, resonando en las escaleras, oímos los pasos de un tipo que avanzaba hacia nosotros con aire de macarra industrial, zapatones puntiagudos y cazadora de mercadillo. ¿Tenéis tabaco, tíos?, preguntó sin mirar a nadie y como el fumador le respondiese que era el último que le quedaba, escupió al suelo y nos observó malignamente. "Maricones", dijo con los pulgares en los bolsillos traseros y sin molestarse en comprobar nuestra reacción, caminó muy despacio hacia el final del andén. Ninguno de los cuatro dijo nada, ni en ese momento, ni durante el viaje de regreso. A veces pienso, en plan Eastwood, que me hubiese gustado arrojarle sin contemplaciones a las vías del tren. Era un jodido matón, un apestoso capullo con el cerebro de un guisante. Pero tenía más agallas que nosotros cuatro juntos.
martes, 27 de octubre de 2009
martes, 20 de octubre de 2009
Cumpleaños
Por enésima vez, mi madre me explica que ese día mi padre tuvo un presentimiento y que regresó a casa antes de lo habitual. Luego acudió la escena que yo deberé trasladar a mis nietos, que si los tengo, dudo que se imaginen a alguien naciendo fuera de una clínica: al llamar a la puerta, la comadrona apareció en el umbral conmigo en brazos. La sigo escuchando, a pesar de todo, con intensidad, como concibo que hará todo el mundo con estas cosas: me resulta fascinante pensar que alguien cuidaba de mí cuando carecía de consciencia y por tanto ignoraba que estaba en el mundo. Hay algo turbador en eso, algo en esa indefensión y virginidad absolutas que me sobrecoge. La nostalgia de no-ser, en plan filosófico, o simplemente que entonces uno podía cagarse y mearse encima sin oír un solo reproche.
martes, 13 de octubre de 2009
El alma está en la vesícula
Estuve una vez en un hospital como paciente. Tiene usted la vesícula como un paquete de arroz, me diagnóstico una doctora de ojos soñadores. Recordé los cólicos biliares de mi padre, la larga temporada de visitas agónicas a urgencias antes de que le interviniesen los capullos del hospital. Un amigo médico y el propio especialista de digestivo, me aconsejaron que no me operara: “Puede que nunca sufres un ataque”, me dijeron, y un tercero agregó: “Al final, meterse en un quirófano es jugar siempre con el azar, y ya se sabe cómo las gasta el diablo…”. Tengo fama de aprensivo, pero cuando cuento que, a pesar de estos comentarios, me incliné por el ingreso, la gente me mira con incredulidad. No entienden mi actitud, y tal vez hagan bien. Porque lo que finalmente me impulsó fue algo un tanto oscuro, que ni siquiera a mí me gusta traer a la memoria: expresado tétrica pero directamente, el deseo de pasearme por el “otro lado” con ciertas garantías de que podía regresar. Pero no vi luces ni túneles. Cuando desperté de la anestesia me pareció estar en un lazareto de campaña, rodeado de soldados convalecientes. Hubo un delirio furtivo, turbador, que me llenó de angustia. Y también el estremecimiento de una paz glacial e irreparable.
miércoles, 7 de octubre de 2009
Galicia
Abrí una ventana por la mañana y vi un campo de maíz lleno de niebla. Había un clamor de mirlos entre las hojas. Me perdí en un laberinto desde el que se podía ver un océano que acababa en una tierra de leche. Comí más allá de la saciedad y la gula, compactos pedazos de lacón, hilachas aromáticas de grelos, patatas dulces y humeantes. Mi tía Celia, con ochenta años, me preparó un pote de café para desayunar y, antes de irme, me regaló una docena de huevos frescos. Creo que me perdí con el coche en alguna pista rodeada de bosques impenetrables. Me enamoré de mis primas y de sus hijos. Bebí un vino áspero y oscuro, y me reí por cosas que he olvidado, pero que seguramente evocaré pasado el tiempo. Dormí bien, no merecí tanto amor, tanta hospitalidad. Traigo los bolsillos llenos de gratitud. Me estoy haciendo viejo.
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