Luis me confesó que en una ocasión, estando en un centro comercial donde no se veía ni un alma, se tiró un pedo horroroso. En ese instante, como por arte de birlibirloque, surgió a su lado una vendedora que, de modo inexplicable, le sonrió con candor. El olor tibio y hediondo del pedo los envolvía nocivamente, pero a pesar del tufo la chica permaneció impasible. Una verdadera profesional, apostilló Luis. Estos chismes sórdidos y banales, relacionados con nuestra naturaleza carnal, nunca me han sublevado. Más bien me han suscitado una reacción aprobadora, como si fueran detalles de la luz que ilumina por dentro a los hombres. Yo le conté que en mi adolescencia, tras soportar los reproches de mi madre, fui a una zapatería de lujo a comprarme unos playeros y que, después de mostrar unos calcetines con tomates, le aclaré a la señorita que no me importaba calzar un número mayor, pues me daba pereza cortarme las uñas de los pies. María Jesús, que está leyendo mi novela, sostiene que el protagonista es bastante piltroso. Diría que me recuerda un poco a ti, me dice con malicia. Es posible que en lo soez haya un punto de lamento inaplazable, le respondo yo.
sábado, 22 de octubre de 2011
Soez
miércoles, 12 de octubre de 2011
Fiebre
Veía gigantes en la oscuridad. Dice mi madre que cuando era bebé, y me subía la fiebre, me ponía de pie en la cuna y me quedaba mirando fijamente la pared, los puños cerrados como candados, la carita ardiendo entre gemidos angustiosos. Yo veía jodidos gigantes a mi alrededor, o al menos las cosas fabulosamente grandes, la lámpara sobre mi cráneo infantil, el rostro amado de mi madre, la esquina redondeada de la cama, los globos desinflados que alguien había colgado en la cabecera. Me pregunto qué significaban aquellos delirios y por qué me asaltaban aquellas imágenes desmesuradas, la sensación de que el mundo era un lugar inhóspito y truculento, un sitio que un Dios malévolo, un moldeador de universos ciegos y fríos, había creado exclusivamente para torturar a los débiles y los inocentes. De pie en la cuna, apretaba los párpados y sollozaba como si me abrasaran las tenazas de un verdugo. ¿Qué sentido tiene el sufrimiento de un niño? Años después, aquella fiebre me acosaría en tardes anonadadoras, envuelto en sábanas de sudor, persuadido de que la verdad estaba en el umbral que separa la lucidez de unas décimas de fiebre, en un osario de ángeles insolentes y humillados. Bendita y maldita fiebre, convirtiéndote en un náufrago aturdido en medio de la oscuridad.
martes, 4 de octubre de 2011
El coño de Eva Braun
Suponía que en algunos círculos era objeto de chanzas. Sus conocidos lo disimulaban con discreción, pero les costaba reprimir la risa. Eso a él, parco en emociones, le traía sin cuidado. Amaba a su muñeca y discernía su lenguaje de modo exquisito: sus vagidos se componían de sintagmas que asimilaba con nitidez. Daban largos paseos y robustecían su afinidad. La amistad que los unía se basaba en una confianza embriagadora. Al llegar a casa le reconfortó sentarse y oír, como siempre, su fiel consejo. Era una muñeca juiciosa que sólo pronunciaba agudezas. Aquella noche estuvo especialmente sagaz y visitó su alcoba complacido. Sí, reflexionó entre las sábanas, pasaremos juntos a
A la mañana siguiente, ebrio de vida, congregó a sus generales y, tras evocar los labios de su compañera, ordenó invadir Polonia.