jueves, 26 de noviembre de 2009

Un relato

Están locos si piensan que saldré sin rechistar, si aceptan que cederé mi lecho, mis muebles, la silla en que me balanceo al atardecer… Mientras conserve un gramo de ira (un soplo minúsculo de fuerza), no consentiré que me expulsen de aquí.
Viene a mi memoria, con fiel exactitud, el engañoso comienzo: cuando todo era alborozo y creíamos, unidos por la aventura, que lo pasaríamos en grande. Íbamos en capilla, confiados, anhelosos por llegar a él. Nos sorprendió la tormenta en el Valle, su estrépito bronco y bárbaro. Los relámpagos (culebras de oro) y los truenos (negros timbales) nos llenaron de pavor. Alguien señaló la casa entre las peñas y rompimos a correr. Siendo innumerables, sólo yo vi el peligro: el puente angosto, las tablas frágiles, nuestro grupo bisoño y civil. Me giré para dar la alarma, pero era demasiado tarde: entre un mar de astillas, como piezas de ajedrez, ellos – todos ellos - se fueron al fondo.
Los primeros días en el refugio fueron hostiles. Pensé que el hambre, o la soledad, me harían enloquecer. Exploré los rincones con celo, pero sólo hallé despojos: carne dura, pan rancio, un puñado de nueces amargas. Algo de lo que comí me causó fiebre y estuve a punto de perecer. Me soñé girando en una esfera, como un gusano en una bola de cristal.
Poco a poco, de modo insensible, conseguí hacerme a la situación. Pasaba el tiempo esperando y meciéndome sin cesar. Vivía casi del aire que impregnaba sus cuatro paredes. Y de las luciérnagas, siempre brillantes, tan carnales al llegar la noche.
Fue una noche, precisamente, cuando los oí por primera vez. No susurros ni pasos torpes, sino algo de mayor magnitud. Sonidos tensos y oscuros que me infligían un leve pavor. Aquellos ruidos, crecientes, se intensificaron días después. Eran rítmicos y velados, siempre al morir el día. Volví a evocar los muertos y su lúgubre destino: el río, furioso, los habría llevado al mar...y sólo los buitres, de alas inmensas, podrían llegar hasta ellos.
Una de esas noches, la más larga, oí un golpe fuera. Supe entonces, con una certeza sombría, que había llegado mi hora. Por primera vez sentí miedo e imploré a Dios su ayuda. Fue complaciente, diré magnánimo, y reparó en mi torpe oración. No los escuché por un tiempo y simularon dejarme tranquilo. Pero yo sabía, finalmente, que no se olvidarían de mí.
Sé que mi suerte (mientras lucho con encono, mientras bloqueo la puerta maltrecha), será ahora esquiva. Oigo cerca sus pasos y ya nada los detendrá. Me pregunto si gozaré, cuando entren, de alguna opción. Pero están locos si creen que saldré de aquí. Por puñales que esgriman, por gritos que den, les plantaré cara sin miedo. Gastaré mi último hálito y me aferraré a este sangriento cordón. Incluso ahora, cuando, en el paroxismo de la ofensa (mientras me flagelan las nalgas), entre aullidos de dolor, les oigo decir:
- ¿Qué es, doctora?
- Dios mío…es un lobo…
- ¿Un lobo?
- Un niño…con los ojos de un lobo…
Incluso ahora, mientras me arrojan, en esta noche virgen y helada, en los brazos de mi mamá.

lunes, 16 de noviembre de 2009

Una velada campestre

Iba con mi padre y mi madre dando un paseo por el campo, en Babia, intentando localizar setas que tenían un aspecto diabólicamente apetecible y supuestamente venenoso. Alcanzamos un cerro y en la encrucijada de varios prados vimos a un labriego conocido fornicando con su mujer, el culo en pompa, arremetiendo contra una pared de piedras que no hizo amago de derrumbarse. Las vacas pastaban melancólicamente a su alrededor, hacía un día limpio y luminoso. Mi madre no sabía dónde meterse y tirando del cinto de mi padre le obligó a acuclillarse precipitadamente - ¡esto está lleno de cardos, joder!, gruñó el hombre -, mientras a mí me emplazaba a pasar desapercibido y esconderme entre unas escobas. Qué manera de embestir, dejé caer ante el estupor de mi madre, luego de agacharme siguiendo sus consignas. Pero lo peor es que nos empezamos a reír los tres, he de decir que con gran bochorno, como esos niños a los que se les fuga un cuesco en la iglesia, o esos infelices que no pueden contener la hilaridad en un sepelio. Los fornicadores acabaron detectando nuestra presencia, aunque juraría que no llegaron a identificarnos, para su fortuna y nuestro decoro (o viceversa). El caso es que, como no los veo muy a menudo, y me parece que no tenemos muchas cosas que contarnos, a veces les evoco la historia y, ay, ver a mi madre ponerse colorada mientras la recuerda, os aseguro que es de las cosas que mayor regocijo me produce en el mundo.

martes, 10 de noviembre de 2009

Las manos y los ojos

Ni siquiera polvo en el viento, como tocaba Kansas, lo que seremos será la zozobra de una próstata precintada con grumos sospechosos, carnes flácidas y moribundas, el recuerdo de un puñado (da igual que sea grande o pequeño: una vez convertido en ceniza, o en unas cuantas paladas de tierra fresca sobre el ataúd, te dará lo mismo) de personas que, tras un tiempo, serán a su vez pasto de los gusanos y del olvido de la siguiente generación, números, sobre todo números, códigos binarios en ordenadores ruidosos, cifras en ficheros digitales, ectoplasmas ridículos sin asiento en el Purgatorio, y en el mejor de los casos los enseres que integraron nuestras vidas, y no me refiero a los audis o las pirámides, sino al bastón nudoso que nos ayudó en los tiempos de la artrosis, al caballo de madera, al sillón frailuno donde roncábamos porcinamente, al libro usado y viejo, la visera, las camisas de lino en verano, los zapatos cómodos, la petaca, los guantes, el jodido porrón, y los últimos sentidos efímeros pero importantes: el tacto húmedo de la hierba, el olor del pan recién hecho, las heces y el pis, el semen derramado con holgazanería, los baños de mar, las manos, sí, las manos, sobre todo las manos, todas las que tocaste y las que, por desgracia o timidez, dejaste sin tocar; y sí, los ojos, también los ojos, todos los ojos que miraste y los que no pudiste besar.

jueves, 5 de noviembre de 2009

http://www.youtube.com/watch?v=lBFgPN4LePQ

Plantígrado

Esos cabrones han vuelto a cambiar la hora de un día para otro y en medio de la niebla que está a punto de llegar, empezarás a ver lugares iluminados que antes te pasaban inadvertidos: pequeñas casas a las afueras de la ciudad donde cuelgan sábanas tristes, residencias de ancianos con las cortinas echadas, talleres donde un hombre vestido con un buzo hurga en las entrañas de un monstruo sin tripas. El río se convertirá en una emulsión de tinta y en las escuelas, entre paredones muy altos, los niños olvidarán el balón en un patio lleno de sombras. Camino de casa, la luz de los bares parecerá un candil tiznado de humo. Puedes imaginar el mar entonces, o peor aún, la tierra vista desde el espacio, envuelto todo en una oscuridad de templos desolados. Algún gurú del marketing ha puesto tras el cristal cien pastillas de turrón. Yo vi una vez correr delante de mi coche un osezno asustado por la ira de sus focos. Eso me gustaría ser ahora: un animal que huye de la luz y busca, ajeno al mundo, una madriguera para pasar el invierno soñando.