jueves, 28 de mayo de 2009

Siluetas en el jardín

Sara no tenía una edad adecuada para cambiar de escuela, pero hicimos mudanza y ese curso lo empezó en un colegio nuevo. Me apretaba con fuerza la mano y caminaba con su mochila al hombro sin decir nada. Ella sabía – lo sabíamos los dos – que le esperaban días duros, episodios anónimos de humillaciones y amargos momentos de soledad. No conocía a nadie, estábamos muy lejos de su barrio anterior. Quedaban unos minutos para que sonase la bocina y merodeamos por los alrededores antes de entrar. Las casas que rodeaban el colegio eran viviendas de una sola planta, y aunque antiguas, tenían un aspecto decoroso y cuidado. En una de ellas descubrimos un jardín, con un césped maravilloso poblado de figuras de escayola. Había un puente sobre un río, algunos animales y pequeños seres salidos de un bosque encantado. Sara lo miró deslumbrada durante un tiempo y casi llegamos tarde a su primer día de clase. Recuerdo que cuando le di la espalda…bueno, eso prefiero reservármelo para mí: para mitigar el mal trago, todos los días, lloviese o hiciese calor, nos acercábamos a la casa y, si había suerte, solíamos descubrir escenas nuevas. Una criatura invisible las cambiaba, pues nunca conseguimos ver a sus dueños. Un día ella dejó de darme la mano y de pedirme que paseáramos juntos, creo que fue poco antes de Navidad. Fue su forma de decirme que había superado un umbral doloroso. Lo que ella no supo es que, durante unas semanas más, después de dejarla en el patio, yo seguía visitando solo las figuras del jardín.

lunes, 25 de mayo de 2009

Las contradicciones del demonio

Digamos que, dentro del grupo, apenas teníamos relación, pero al principio compartíamos una simpatía ligera y mutua. Se consideraba un lector voraz, especialmente de escritores rusos y su aspecto era el de un chico frágil y tímido, identidad que subrayaban su palidez y su complexión delgada. No era, ciertamente, muy hablador. Tardé un tiempo en descubrir su ideología extremista, su odio visceral hacia España, que él veía, de un modo iluminado, como un país invasor, y sus opciones políticas, que pasaban por implantar en Euskadi - sin pamplinas democráticas – un régimen totalitario de cuño marxista. Su radicalidad era pueril y monstruosa, pero lo asombroso es que manifestase contradicciones estéticas, que le llevaban a elogiar la prosa de Milan Kundera y, al mismo tiempo, calificarlo de “autor fascista y vendido a Occidente”. Llegó un momento en el que yo le miraba como a un marciano (peligroso), pero a veces, en medio de sus esporádicos y alucinados discursos maoístas, le interrumpía con preguntas extemporáneas, del tipo, “Oye, K., si pudieses elegir, ¿a qué ciudad llevarías a una chica para decirle que la quieres?", y entonces él me escrutaba en silencio y se quedaba ensimismado, y si consideraba la cuestión digna de ser reflexionada podía pasarse horas dándole vueltas, hasta que en un momento dado la retomaba y me ofrecía una respuesta, la que fuese, casi siempre emotiva y tremendamente sincera. Nunca me hice una idea exacta de qué opinión, en el fondo, se había forjado sobre mí. Supe que había ingresado en la cárcel, años después, por haber colaborado con una banda terrorista.

miércoles, 20 de mayo de 2009

Conversación

Situación: Paso de cebra. Un BMW frena en seco y el conductor asoma la cabeza para interpelarme. Es R.: lo identifico por su cráneo gigantesco y su voz atiplada.

¡Joder, Miguel! ¡Cuánto tiempo!
Qué tal, oye en vaya sitio nos vamos a ver…
Sé que tienes un blog, cabrón, ¡no me habías dicho nada!
Bueno, es que… ¿seguro que no te mandé…?
Oye, eso son gilipolleces…
¿Cómo? (Se oyen los primeros pitidos)
Lo del blog, hombre, eso es cosa de pajilleros y nenazas…
¿Nenazas?
¿Y la puta novela?
Bueno, la acabé, ya sabes…
¡No sé nada!
Quiero decir, que anda rondando por ahí, ya sabes, es difícil…
¡No me jodas! ¡Seguro que es buena!
Bueno, no sé qué decir…es un poco excéntrica y…
(Los pitidos van in crescendo)
¡Tienes que valorarte más tío! ¡Deja de pitar, subnormal, ahora arranco!
Oye, será mejor que pase y… (los pitidos son atronadores)
¡Que les den por culo! Oye, me tienes que pasar un manuscrito, ¿me oyes?
Claro, claro…
¡Ya voy, mamarrachos!
Adiós…
Escucha, Miguel (he empezado a cruzar)…
Dime...
¡Déjate de memeces blogeras! ¡Tú dale caña a la pluma! (un coche que venía en la otra dirección, está a punto de atropellarme)
Nos vemos
¡Ya voy, hostias! (saca su cabezota, me señala con el dedo)
¡Llámame!
Claro, claro…
Lanza otro grito incomprensible, algo sobre aplastar cosas y que los blogs son para jóvenes que se hacen pajas.
El BMW escupe un bucle de humo y despega del asfalto.

domingo, 17 de mayo de 2009

Sin título

Sé que hay cosas que, por mucho que presuma (tirarme en paracaídas, esquiar en los Alpes, bajar en canoa por un rápido…), difícilmente haré. Hubo cosas que, siendo adolescente, jamás pensé que haría: como coger en brazos a mi propia hija recién nacida, o llevar a hombros el ataúd de mi abuelo Cabanas, lentamente, desde la huerta de su casa hasta la vieja ermita del pueblo. Las primeras hablan de las promesas delirantes de la juventud, de los riesgos que te hacen sentirte física y eufóricamente vivo. Merece la pena pasar por alguna de ellas (aunque corras el riesgo de partirte la crisma). Las segundas son más comunes, modelan tu naturaleza, te hacen hombre o mujer. Son gremiales y milenarias, pero a la vez incontestablemente íntimas: ninguna cascada furiosa, ningún cielo hecho pedazos bajo el último rayo del sol puede comparárselas. Permanecen. Son como escribir un verso a navaja en la palma de tu mano.

miércoles, 13 de mayo de 2009

Por majadero

Terminaba de bajar del vagón y estábamos los dos en el andén, incapaces de decirnos nada. Yo llevaba la bolsa al hombro y no podía dejar de mirarla. "Estás más delgado", me dijo". "Eso es porque me echas de menos", le respondí con una sonrisa. Pretendía ser un juego de palabras, un chiste conceptual. Ella tardó un minuto en percibirlo, pero luego, girando sobre sus zapatos – sobre sus maravillosos, fetichistas tacones de aguja -, me dio la espalda y se marchó.

lunes, 11 de mayo de 2009

El hombre que mató a Marlon Brando


Aunque sea difícil de creer, en el año 1985, en pleno hervor democrático, el rector de la Universidad de Deusto prohibió con rotundidad, es decir, sin sutilizas jesuíticas, que en el cine-club proyectásemos “El último tango en París”. Para quien sea ratón de hemeroteca, agregaré que la noticia gozó de cierta repercusión mediática, hasta el punto de merecer unos minutos en el telediario de las nueve. B., que era el director del cine-club, promovió una recogida de firmas y durante aquel trimestre se convirtió en el héroe de la Facultad. Nunca pensé que, veinte años después, me lo fuera a encontrar en Sevilla, en un foro de organizaciones no gubernamentales. Menos aún que tuviera el mismo cuerpo desgarbado y que conservara su aspecto de sátiro pacífico. Él no me reconoció y tampoco pareció celebrar que evocara la anécdota delante de su jefe, que emitía un sutil tufo a sacristía. Fue una decepción en toda regla, ver a aquel antiguo iconoclasta convertido en un siervo baboso. Luego pensé que también Marlon Brando había acabado siendo una caricatura de sí mismo, una mole de carne rebozada en las cenizas de su extinguido esplendor. Lo pensé amargamente en el viaje de vuelta, y al llegar a casa, entre las sábanas, incapaz de conciliar el sueño. Al día siguiente, me bajé al videoclub y alquilé “La ley del silencio”. Pasase lo que pasase, el rostro ensangrentado de Brando y su pelliza de cuadros rojos, siempre estarían allí.

jueves, 7 de mayo de 2009

Polvo eres

Los espacios urinarios son la antesala genital de los blogs actuales y quien más y quien menos ha tenido la oportunidad de leer en ellos, además de sentencias juiciosas y aforismos de almanaque, microrrelatos de una belleza crepuscular (éste, sin ir más lejos). La saturación de sus puertas y paredes, no obstante, ha acabado por despojarles de dignidad, por lo que, en mis tiempos de estudiante, yo tendía a desahogarme en los retretes de los profesores – preferiblemente en el área de decanatos – donde, además de mayor higiene, disfrutabas de rollos de papel mucho más anchos y esponjosos. A veces sucedía que, estando en trance de superar un conflicto intestinal, oía los pasos de tal o cual emérito, que manipulaba la manilla pensando que su santuario estaba vacío. Volvía a los pocos minutos, lo intentaba de nuevo y, acuciado por la necesidad, no tardaba en insistir, diré que con una actitud cada vez más angustiosa, primero con carraspeos, luego golpeando la puerta con estridencia, interpelando incluso al cagón anónimo con interjecciones soeces (el lugar lo propiciaba). Yo permanecía en el trono, impasible y tenaz, haciendo caso omiso a las amenazas, celebrando la cólera creciente de quien se vería forzado a buscar alivio lejos de allí. Era una venganza sucia y mezquina, propia de un pupilo sin escrúpulos, de alguien a quien sólo se podía calificar - sí, ahora me viene la expresión a la cabeza, vayan ustedes a saber por qué - de cabrón resentido.

lunes, 4 de mayo de 2009

El prestigio de la ignorancia

A veces todavía sueño que no saqué ninguna carrera, que no obtuve ningún título, que ni siquiera aprobé aquella asignatura de nombre pedestre que llamaban pretecnología. Incluso imagino que me quedan varias docenas de exámenes por hacer. Puede que sea verdad. Tampoco me disgustaría que en mi esquela pusiesen que me fui al otro barrio, como buen analfabeto, sin entender nada.

viernes, 1 de mayo de 2009

Grumete Cabanas

Durante un tiempo pensé seriamente en dejar los estudios y hacerme a la mar. Incluso hice algunas gestiones en una compañía naviera de Bilbao. Era consciente de que mis funciones, en un barco, no pasarían de fregar cacerolas o quitar las rebarbas de paneles de latón. O cosas peores, que no quiero imaginar, en el mefítico mundo de los fogoneros. Todo esto me suena hoy a negligencia romántica, a sueños sin pies ni cabeza. Seguramente, de cometer semejante locura, me hubiera desollado las manos y agriado mi débil carácter. Es posible que algún marinero bizarro me hubiese arrojado por la borda en una noche de niebla. Solía ver entrar los barcos a la hora del crepúsculo, desde un malecón golpeado tenazmente por el viento. Las gabarras, lentas y panzudas, los movían con mimo. Era una contradanza poderosa, llena de majestad. Se me humedecía el rostro por culpa de la espuma que rozaba las losas del faro. Podía pasarme las horas allí, como un idiota. Pero qué hermosos eran aquellos barcos y qué belleza maldita había en aquellas tardes.