Sara no tenía una edad adecuada para cambiar de escuela, pero hicimos mudanza y ese curso lo empezó en un colegio nuevo. Me apretaba con fuerza la mano y caminaba con su mochila al hombro sin decir nada. Ella sabía – lo sabíamos los dos – que le esperaban días duros, episodios anónimos de humillaciones y amargos momentos de soledad. No conocía a nadie, estábamos muy lejos de su barrio anterior. Quedaban unos minutos para que sonase la bocina y merodeamos por los alrededores antes de entrar. Las casas que rodeaban el colegio eran viviendas de una sola planta, y aunque antiguas, tenían un aspecto decoroso y cuidado. En una de ellas descubrimos un jardín, con un césped maravilloso poblado de figuras de escayola. Había un puente sobre un río, algunos animales y pequeños seres salidos de un bosque encantado. Sara lo miró deslumbrada durante un tiempo y casi llegamos tarde a su primer día de clase. Recuerdo que cuando le di la espalda…bueno, eso prefiero reservármelo para mí: para mitigar el mal trago, todos los días, lloviese o hiciese calor, nos acercábamos a la casa y, si había suerte, solíamos descubrir escenas nuevas. Una criatura invisible las cambiaba, pues nunca conseguimos ver a sus dueños. Un día ella dejó de darme la mano y de pedirme que paseáramos juntos, creo que fue poco antes de Navidad. Fue su forma de decirme que había superado un umbral doloroso. Lo que ella no supo es que, durante unas semanas más, después de dejarla en el patio, yo seguía visitando solo las figuras del jardín.
jueves, 28 de mayo de 2009
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Es duro cuando los hijos dejan de necesitarnos y nos damos cuenta de q, realmente, somos nosotros los q los precisamos esa mano pequeña dentro de la nuestra para q nos proteja, para no tener miedo.
ResponderEliminarQ bonito, Miguel.
¡Gracias!
ResponderEliminarCuando bajando una cuesta de Lisboa - en mi viaje furtivo y romántico nada que ver con la familia- me encoentré con un jardín lleno de gnomos y me puse inconsolablemente a llorar, recordé lo fuerte que apretaba aquel día tu mano.
ResponderEliminar*El renacuajo siempre necesita al gran sapo sentado, y no en busca de sabiduría, sino esperando encentrar un sitio seguro donde agarrarse, cuando el agua de la charca está turbia.
Me declaro sapo: son feos, pero creo que están en vías de extinción.
ResponderEliminarA mí no me gustan especialmente esos jardines llenos de gnomos y animales de escayola (aunque cualquier sitio es bueno si en él se consigue mitigar un mal trago), pero me he dado una vuelta por aquí, y me gusta como escribes. Eso si.
ResponderEliminarUn saludo.
Saludos...es cierto, los enanos de escayola son muy frikis, pero supongo que adquirieron ese aura que tenía el gnomo que Amélie facturaba por el mundo para estupor de su padre.
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