Es casi una imagen tópica en la juventud: estábamos tumbados en la playa, a punto de ver amanecer, después de una larga noche de risas y copas. Todo es fascinante y dulce en esos momentos. Yo me perdí el espectáculo de los cielos ensangrentados y me quedé profundamente dormido. Cuando me desperté, los demás estaban en la orilla – me pareció que tremendamente lejos -, y chapoteaban en pelota picada. Me imaginaba la espuma salada lamiendo sus cuerpos y pensaba que allí rondaba la felicidad. Me levanté y me fui en dirección contraria. Tenía el vago recuerdo de haberme enamorado, unas horas antes, de una chica pecosa que vendía helados de yema y chocolate junto al mar. No encontré el puesto ni a la ninfa, pero al llegar al hotel, había un puñado de conchas y estrellas sobre las sábanas de la cama. Desde entonces, siempre imagino que los sueños son unos tipos rollizos que empiezan su actividad saliendo misteriosamente de las casetas de las heladerías.
lunes, 1 de junio de 2009
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Si te hubieras enamorado de verdad, no tendrías un vago recuerdo. Tendrías un gato furioso y a la vez ronroneante desbaratándote por dentro. Y no tendrías la menor duda de la procedencia de las conchas y las estrellas.
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