Había muerto muchas veces, tocando el piano en salones cegados de humo, a bordo de lanchas que surcaban ríos cenagosos, acribillado en emboscadas que le tendían Frank o Jessie James. Siempre lo hacía lánguido, antes de desenfundar, con un rictus de acritud en la curva de los labios. Pasaba por un virtuoso de la muerte, de los desenlaces furtivos, corriendo de puntillas por escenas sanguinarias. A veces era un espadachín a quien despachaban con un estoque; otras, un viejo soldado enfrentado a un pelotón. Hubo vampiros, orcas asesinas, y marcianos que lo fulminaron con rayos mostaza. Ocasionalmente, si el guionista deliraba, moría sacrificado sobre un volcán de cartón piedra.
Nunca, ni una sola vez, tuvo a Lauren Bacall entre los brazos. Él era el secuaz, el hampón de baja estofa, el soplón ansioso al que humillaba el detective. Los sombreros de fieltro entristecían su mirada; las capas de Fantomas le rozaban los talones; y en las pelis de piratas, y en los westerns, lucía cicatrices que le recorrían el mentón.
No es de extrañar, pues, que nadie acudiese a su entierro. Nadie con glamour, con swing, con afán de notoriedad. Caían paladas de tierra seca sobre su ataúd de pino blanco. También, alguna vez, hizo de sepulturero. O de mancebo giboso a las órdenes de un doctor alemán. Empujó fiambres por húmedos pasadizos, antes de ser degollado en la penumbra con un tenedor. Del dedo del pie le colgaron etiquetas a la fría luz de la morgue. Rodó por abismos, se balanceó sobre cadalsos, le clavaron bayonetas en las trincheras de Verdún. En un instante de gloria, aturdido por la pólvora, blandió una bandera ensangrentada en Little Big Horn.
Por eso hoy no se ven testigos famosos en su lívido cortejo. La mujer que se asoma a la tumba mira el reloj impaciente. Ella, como todos, ignora la causa de su aciago final: un frenazo intempestivo, que removió una bala, alojada en su columna como un gusano de acero. La bala que le disparó un extra accidentalmente, al apoyar su pistola, hace justo veinte años. Acudía a rodar infatigable otra película de serie B. Desplomado sobre el volante, oprimiendo el claxon con su pecho partido, pensó por un segundo, con la sangre en sus manos, que era John Garfield huyendo de