miércoles, 28 de julio de 2010

Juan Eichhorn

Un día escribiré una novela pensando en Juan Eichhorn. No como protagonista, aunque tal vez merezca serlo, sino volcando cada palabra y cada frase pensando que él será mi único lector. Nunca he conocido a nadie que se tome la lectura de un libro como si fuese un acto de fe metódico y religioso. Nadie tan voraz, implacable, perfeccionista e ilustrado; capaz de denostar las obras más reputadas y de citar pasajes enteros de perlas desconocidas. Un autodidacta que humillaría a catedráticos de postín y por cuyos dedos han pasado miles de páginas que fueron creadas bajo la tempestad de la inspiración en honor a tipos como él.
Juan Eichhorn vive de ingresos ocasionales y patibularios que le permiten leer de día y de noche, al igual que otros ejercen trabajos insufribles para pagar hipotecas, o malgastar sus ahorros en vacaciones engañosas. Su idea de la existencia se basa en un paradigma simple, pero inapelable: no cambiaría su vasta biblioteca por ninguna gloria efímera. Es posible que ni siquiera por follar con la mujer más bella en las alcobas del Taj Mahal, ni por charlar camino del Gólgota con el mismísimo Jesucristo. Más allá de sus paredes el mundo es un pudridero sin sentido y los hombres, metidos en latas ambulantes y ruidosas, van degradándose velozmente hasta parecerse a ratas de laboratorio.
Juan Eichhorn es el último nihilista lúcido, porque en su casa, donde es posible que haya traficado con biblias y absenta, no tiene televisor. El cónsul de Lowry debió tropezarse con él en una esquina y allí descubrió el enigma del mezcal. Eichhorn no tiene un puto duro en el bolsillo, pero va dejando a su paso – en conventos, en tascas, en timbas nocturnas - propinas generosas, que provocan en las monjas y los mesoneros un asombro póstumo. Su humor vitriólico sólo es comparable a su apetito y en los restaurantes chinos y los buffet, su presencia imponente suscita un estremecimiento en los propietarios. Podría leer en las condiciones más inhóspitas, bajo la luz titilante de la última estrella que flotase en el cielo. O reconstruir en un frenesí sonámbulo la biblioteca de Alejandría. Su soledad, sin embargo, posee una oscura majestad: no es la de los mercenarios, o la de los parásitos, sino la de un proscrito que, caminando por un bosque imposible, robase libros de sus ramas más altas. Así es Juan Eichhorn; esas son sus divisas.
Ya lo he dicho: algún día escribiré una novela pensando exclusivamente en él. Puede que antes de hacerlo, tenga que escuchar la crónica de su vida pacientemente…no con el afán de reproducirla, sino para honrar la pulcritud severa de los adverbios. En un planeta donde la palabra escrita se convertirá en una perversión, Eichhorn, libre de impurezas, será para siempre la concubina de los renglones más puros y afilados.

miércoles, 21 de julio de 2010

Al fondo

La noche en que Pujol soltó el testarazo que hincó de rodillas a los alemanes y nos llevó a la final del mundial, al regresar horas después hacia el coche, mientras sorteaba a las manadas de jóvenes que salían de las fuentes y tocaban con furia sus trompetas de plástico, vi en una esquina de la calle, postrado en una silla de ruedas, a un anciano observando en silencio aquel espectáculo inolvidable. Junto a él, sentada en un banco de madera, había una negrita joven, que no parecía manifestar demasiado interés por lo que sucedía a su alrededor. El viejo miraba a la gente con una sonrisa en los labios, pero apenas esbozada, con la serenidad de un espectador que asistiese complacido a una velada familiar. También había un brillo un poco apagado en sus ojos y unas manos que, tendidas en la manta que cubría sus piernas, no sugerían ningún tipo de movimiento. Estaba allí, solo – la compañía de la muchacha se asemejaba más a la de una escolta neutral -, viendo pasar la marea de hinchas sin musitar nada, absorbido por una reflexión que, sin embargo, no parecía profunda ni dolorosa: era una mirada de melancolía en medio de un ambiente festivo, una presencia que se posaba en la ciudad sin pena ni gloria, completamente desapercibida. Habíamos rebasado con creces la medianoche y ese hombre estaba en la calle porque su soledad le permitía actuar libremente y porque seguramente a ninguna de las personas que deberían prestarle sus cuidados en ese momento, les importaba que estuviese allí. En medio del jolgorio errabundo de los jóvenes, su soledad parecía casi una apostasía, un detalle incongruente, una silueta fantástica en medio de la oscuridad. Un viejo en las postrimerías de la noche, sobre una silla de ruedas. Me pregunté cuánto tiempo llevaría allí y entonces pensé que en el pasado de aquel hombre tuvo que haber algo que lo hizo distinto, un temperamento que muchos años después, a pesar de la tierna desolación que transmitía, le había hecho bajar anónimamente a la calle.
La ciudad era un himno nocturno. Arranqué el motor y me fui entre un estruendo de cornetines.

lunes, 5 de julio de 2010

Canicas


Veo a padres comprando cromos en los kioscos y me pregunto qué habrá sido de aquella época en la que, sin un céntimo en el bolsillo, te las apañabas para ganarlos en la calle, en duelos de precisión que se celebraban en caños de tierra blanda (que a su modo, parecían pequeñas trincheras llenas de túneles), con canicas que a su vez conquistabas en partidas que finalizaban, a pesar de los gritos de las madres, al filo del anochecer. Yo fui durante un tiempo un jugador temible, y aunque mi especialidad era un caño de cemento donde nadie se podía escapar a mis tiros implacables, no hacía ascos a ninguna superficie, por lo que cuando los mayores organizaban un torneo para desplumar de cromos a los chicos más pijos, mi nombre siempre figuraba en la lista de seleccionados. Alguna de mis canicas llegó a hacerse célebre y mis disparos a tumba abierta ponían los pelos de punta a más de un rival, algo que me hacía sentir de maravilla, en un mundo donde si no eras hábil con la pelota o con los puños tus posibilidades de ser aceptado pasaban por algún talento como aquel: mientras los hampones del barrio vieran aumentar (en un remedo de las amistades peligrosas que años después retrataría Scorsese) su fajo de cromos, tenías garantizado cierto grado de supervivencia, o que tu cabeza no acabara introducida por la fuerza en un barril de arenques (concretamente, en el área de salazones de la tienda de ultramarinos de Venancio).
Dejé de jugar a las canicas a esa edad en la que buscas otros desafíos, o simplemente te empieza a embriagar el perfume de la carne femenina – que hasta entonces ignorabas -, sí bien me gustaba ver cómo se desenvolvían mis sucesores, intentando captar en su estilo de golpear reminiscencias del mío. Un día vi a un chaval jugando solo, tres o cuatro años menor que yo, le dije que yo había sido muy bueno en los hoyos aunque él no había oído hablar de mí, no sé cómo empezamos a jugar y al poco me retó, creo recordar que sonreí con suficiencia, pensé que le podría dar alguna lección magistral, hasta nos debimos apostar un duro. A la media hora la vejación no conocía límites, y no solo porque aquel mocoso de mierda me estuviese dando un repaso de cuidado, sino porque se mofaba ostensiblemente de mí, de mi estilo caduco, de mi pasado glorioso, de la torpeza de mis dedos grandes que no conseguían domeñar la canica. Hasta que llegó un punto en que reclamó su duro y yo, con fuego en los ojos, me levanté sin prisas, lo cogí por las solapas y, tras zarandearlo vivamente, le dije que “le iba a pagar su puta madre”, expresado lo cual mi adversario salió pitando, mientras yo sonreía como una hiena y él, a lo lejos, me maldecía entre sollozos y amenazas. Me fui del sitio evitando las miradas, por calles que no solía frecuentar, evitando girar mi cuello por si un testigo me reconocía. Era de noche y mi padre roncaba, entré en mi cuarto con aires de merodeador… Como esos leones costrosos y moribundos que, después de ser vapuleados por una bestia más joven, se internan con lentitud en la jungla sabiendo que nunca más volverán a su manada.