Un día escribiré una novela pensando en Juan Eichhorn. No como protagonista, aunque tal vez merezca serlo, sino volcando cada palabra y cada frase pensando que él será mi único lector. Nunca he conocido a nadie que se tome la lectura de un libro como si fuese un acto de fe metódico y religioso. Nadie tan voraz, implacable, perfeccionista e ilustrado; capaz de denostar las obras más reputadas y de citar pasajes enteros de perlas desconocidas. Un autodidacta que humillaría a catedráticos de postín y por cuyos dedos han pasado miles de páginas que fueron creadas bajo la tempestad de la inspiración en honor a tipos como él.
Juan Eichhorn vive de ingresos ocasionales y patibularios que le permiten leer de día y de noche, al igual que otros ejercen trabajos insufribles para pagar hipotecas, o malgastar sus ahorros en vacaciones engañosas. Su idea de la existencia se basa en un paradigma simple, pero inapelable: no cambiaría su vasta biblioteca por ninguna gloria efímera. Es posible que ni siquiera por follar con la mujer más bella en las alcobas del Taj Mahal, ni por charlar camino del Gólgota con el mismísimo Jesucristo. Más allá de sus paredes el mundo es un pudridero sin sentido y los hombres, metidos en latas ambulantes y ruidosas, van degradándose velozmente hasta parecerse a ratas de laboratorio.
Juan Eichhorn es el último nihilista lúcido, porque en su casa, donde es posible que haya traficado con biblias y absenta, no tiene televisor. El cónsul de Lowry debió tropezarse con él en una esquina y allí descubrió el enigma del mezcal. Eichhorn no tiene un puto duro en el bolsillo, pero va dejando a su paso – en conventos, en tascas, en timbas nocturnas - propinas generosas, que provocan en las monjas y los mesoneros un asombro póstumo. Su humor vitriólico sólo es comparable a su apetito y en los restaurantes chinos y los buffet, su presencia imponente suscita un estremecimiento en los propietarios. Podría leer en las condiciones más inhóspitas, bajo la luz titilante de la última estrella que flotase en el cielo. O reconstruir en un frenesí sonámbulo la biblioteca de Alejandría. Su soledad, sin embargo, posee una oscura majestad: no es la de los mercenarios, o la de los parásitos, sino la de un proscrito que, caminando por un bosque imposible, robase libros de sus ramas más altas. Así es Juan Eichhorn; esas son sus divisas.
Ya lo he dicho: algún día escribiré una novela pensando exclusivamente en él. Puede que antes de hacerlo, tenga que escuchar la crónica de su vida pacientemente…no con el afán de reproducirla, sino para honrar la pulcritud severa de los adverbios. En un planeta donde la palabra escrita se convertirá en una perversión, Eichhorn, libre de impurezas, será para siempre la concubina de los renglones más puros y afilados.
Juan Eichhorn vive de ingresos ocasionales y patibularios que le permiten leer de día y de noche, al igual que otros ejercen trabajos insufribles para pagar hipotecas, o malgastar sus ahorros en vacaciones engañosas. Su idea de la existencia se basa en un paradigma simple, pero inapelable: no cambiaría su vasta biblioteca por ninguna gloria efímera. Es posible que ni siquiera por follar con la mujer más bella en las alcobas del Taj Mahal, ni por charlar camino del Gólgota con el mismísimo Jesucristo. Más allá de sus paredes el mundo es un pudridero sin sentido y los hombres, metidos en latas ambulantes y ruidosas, van degradándose velozmente hasta parecerse a ratas de laboratorio.
Juan Eichhorn es el último nihilista lúcido, porque en su casa, donde es posible que haya traficado con biblias y absenta, no tiene televisor. El cónsul de Lowry debió tropezarse con él en una esquina y allí descubrió el enigma del mezcal. Eichhorn no tiene un puto duro en el bolsillo, pero va dejando a su paso – en conventos, en tascas, en timbas nocturnas - propinas generosas, que provocan en las monjas y los mesoneros un asombro póstumo. Su humor vitriólico sólo es comparable a su apetito y en los restaurantes chinos y los buffet, su presencia imponente suscita un estremecimiento en los propietarios. Podría leer en las condiciones más inhóspitas, bajo la luz titilante de la última estrella que flotase en el cielo. O reconstruir en un frenesí sonámbulo la biblioteca de Alejandría. Su soledad, sin embargo, posee una oscura majestad: no es la de los mercenarios, o la de los parásitos, sino la de un proscrito que, caminando por un bosque imposible, robase libros de sus ramas más altas. Así es Juan Eichhorn; esas son sus divisas.
Ya lo he dicho: algún día escribiré una novela pensando exclusivamente en él. Puede que antes de hacerlo, tenga que escuchar la crónica de su vida pacientemente…no con el afán de reproducirla, sino para honrar la pulcritud severa de los adverbios. En un planeta donde la palabra escrita se convertirá en una perversión, Eichhorn, libre de impurezas, será para siempre la concubina de los renglones más puros y afilados.