Uno ha de saber que hay enemigos que leen sus textos con lupa, pero eso no debe desanimarle o hundirle en un pozo de paranoias, sino estimularle como una friega de piedra pomez o un baño helado en un mar de invierno. Hay gente que escruta cada letra que pones, con la misma minuciosidad con que los dentistas te hurgan en las estrofas de tus muelas y en el verso del paladar, y es posible que si te deslizas por terrenos resbaladizos tomen nota escrupulosa de lo que dices y que anoten con caligrafía primorosa cómo te atreves a sostener eso y a santo de qué. Esos personajes, no os quepa duda, son imprescindibles. Son los que te mantienen alerta y caprichoso, los que te hacen pensar que no vagas solo por el mundo (como una bestia desnuda y errante), acechando con ojos insomnes tus ocurrencias y exabruptos, examinando tu prosa tiznada de mensajes bárbaros y obscenos. Ellos serán tu verdadera vara de medir y gracias a ellos, a su maledicencia terca y voraz, podrás saber lo que realmente merece la pena escribir, lo que hiere y desagrada al mundo, lo que jode a los que mandan, o a los que les gustaría mandar, porque ellos son los guardianes de las formas y del pensamiento correcto. Así que cuando el monigote divulgue que tus escritos son feroces, sórdidos y anormales, has de saber que vas por el buen camino, y no se lo tendrás que agradecer a ningún club de fans, y mucho menos a tu santa madre, sino a ese adversario leal, el viejo maniático y fascistoide, la maruja enjoyada y chismosa, el compañero de trabajo que detesta tu humor y nunca usa la escobilla del water. Eso, y no el red bull, es lo que te da fuerza para seguir escribiendo: imaginar sus espumarajos de rabia, el desprecio olímpico de sus huestes, la certeza de que, en cuanto puedan, te clavarán un puñal mohoso en la cinta de los riñones.
Hay que seguir esparciendo lava, que la ceniza se la lleva el viento.
Hay que seguir esparciendo lava, que la ceniza se la lleva el viento.