Al igual que hay gente que cuando va por la calle tiene una ominosa tendencia a pisar cagadas de perro o encontrarse con vecinos insoportables, yo siempre he tendido a ser foco de atención de miembros de sectas, especialmente mormones o testigos de Jehová, que por algún motivo misterioso ven en mí las cualidades incuestionables de un adepto fiel y entregado. Los primeros son casi siempre chicos, ya sabéis, vestidos con ese aire metodista y pulcro que les confieren sus camisas blancas y sus corbatas negras, y las segundas, aunque pastoreadas a media distancia por algún profeta de aspecto fondón (como de vendedor de seguros hastiado), suelen ser chicas de falda larga y pelo recogido, que avanzan rumorosas y diligentes en grupos de tres o cuatro por las aceras de la ciudad. No me negaréis que los mormones, tan barbilampiños y educados, son realmente primorosos (a mí me recuerdan esos lechoncillos sonrosados que acaban de venir al mundo) y que las chicas, a pesar de sus faldas plisadas y sus blusas con pespuntes floreados, poseen cierto aire de morbidez monjil. Admito que cuando me cruzo con ellos paso de largo (las miserias del agnóstico, que se pierde la luz de la revelación y el lado espiritual de la vida), como cierta vez mi padre, al que le apretaban los zapatos mientras regresaba hambriento a casa, y fue a encontrárselos en el portal, y por lo que nos contó, casi envía a uno de esos iluminados al cielo del que le hablaban. Pero como iba diciendo, a mí esta gleba me fascina levemente y cuando los veo merodeando alrededor de viejos huraños o viudas alcanforadas, siempre los miro con curiosidad, un poco como los antropólogos escépticos o los paseantes ociosos, sin ánimo de inmiscuirme, pero preguntándome de dónde leches han salido realmente, de qué sacristía o granero baptista han emergido con la frente ungida y la Biblia en el sobaco. Y quien dice biblias dice revistas de colores chillones y portadas tremebundas, impresas no ya con papel reciclado, sino en ese material que debían utilizar las imprentas clandestinas en las antiguas novelas del oeste (la culpa la tuvo la pulpa, podría ser el título de la canción). Frente al aspecto sonámbulo y anémico de los hare krisna, éstos tienen un aire mucho más clerical, me atrevería a decir que purificador, como si en su remoto bautismo los hubiesen perfumado con piedras jabonosas del Río Jordán. Eso sí, si te los tropiezas uno de esos días en que estrenas zapatos o borceguíes, a lo mejor lo que te vienen a la memoria son las oscuras y saladas aguas del Mar Muerto.
martes, 26 de enero de 2010
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Vivan los señores con corbata ¿Qué importa su profesión? ¿Acaso importaba que Goebbles fuera un poco quisquilloso con la raza?
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