Uno ha recibido algunos premios literarios a lo largo de su vida y las circunstancias en que se desarrollaron y las personas que los protagonizaron darían, posiblemente, para más de una historia novelesca: desde las adscritas al género de misterio o terror, pasando por las festivas e inolvidables – las menos -, hasta las que, como se suele decir, superan por partida doble a la manida y aburrida ficción.
Uno se ha visto rodeado de jurados inverosímiles, no sé si guiñolescos o grotescos, muy diferentes entre sí, pero con un curioso denominador común: la falta de escrúpulos de los organizadores y una tendencia al histrionismo que solía enmascarar un desprecio olímpico por la causa del evento, es decir, el relato o el poema del apurado autor. Más preocupados por ajustarle el dobladillo a la concejala de turno, porque la reina de las fiestas estuviera correctamente sentada en su trono, o porque los medios de prensa no se olvidaran de fotografiar el trofeo que se entregaba al premiado (normalmente un objeto de un feísmo y un peso turbador), adviertes que la auténtica estrella del acto no eres tú, pobre imbécil, sino, amén de las autoridades políticas, una especie de juglar posmoderno cuyo cargo de asesor, coordinador o asistente cultural, lo convierte por arte de birlibirloque en un grimoso maestro de ceremonias.
Otras veces son los lugares, amueblados con esa estética desangelada de los teleclubs franquistas, donde, rodeado de los más viejos del lugar (impacientes por lanzarse sobre los canapés), el poeta hace cábalas sobre si merecerá la pena coger una peonza con el vino de etiqueta sospechosa que han dejado unos camareros de brazos peludos sobre los manteles de papel.
No me extenderé sobre los jurados, que con frecuencia exhalan esa petulancia relamida que uno atribuía antiguamente al mundo de los juegos florales, como las maestras con moño, los bibliotecarios de nariz aristotélica, los escritores frustrados, los gacetilleros de provincias e incluso, a pesar del contenido libidinoso del relato, algún personaje afín al clero.
A veces, es cierto, hubo noches memorables e incluso personas a las que diste la mano con cariño y gratitud.
Y de todas ellas he de recordar una en la que me tropecé con el autor más galardonado del mundo, ser literario donde los haya, que por la forma en que se desenvolvía y engullía gambas, distribuía consignas a los noveles y soltaba sentencias a troche y moche, me hizo pensar en un personaje de D. Valle Inclán, y al que deseo brindar, desde este humilde blog (mientras lo imagino devorando galardones y lonchas de jabugo), mi más sincero reconocimiento, como tutor literario y esplendor de las letras patrias: no hay como conocer a un tipo así para darse cuenta de la feria de vanidades y majaderías a la que tan fácil es asociar la literatura en este jodido país.
Uno se ha visto rodeado de jurados inverosímiles, no sé si guiñolescos o grotescos, muy diferentes entre sí, pero con un curioso denominador común: la falta de escrúpulos de los organizadores y una tendencia al histrionismo que solía enmascarar un desprecio olímpico por la causa del evento, es decir, el relato o el poema del apurado autor. Más preocupados por ajustarle el dobladillo a la concejala de turno, porque la reina de las fiestas estuviera correctamente sentada en su trono, o porque los medios de prensa no se olvidaran de fotografiar el trofeo que se entregaba al premiado (normalmente un objeto de un feísmo y un peso turbador), adviertes que la auténtica estrella del acto no eres tú, pobre imbécil, sino, amén de las autoridades políticas, una especie de juglar posmoderno cuyo cargo de asesor, coordinador o asistente cultural, lo convierte por arte de birlibirloque en un grimoso maestro de ceremonias.
Otras veces son los lugares, amueblados con esa estética desangelada de los teleclubs franquistas, donde, rodeado de los más viejos del lugar (impacientes por lanzarse sobre los canapés), el poeta hace cábalas sobre si merecerá la pena coger una peonza con el vino de etiqueta sospechosa que han dejado unos camareros de brazos peludos sobre los manteles de papel.
No me extenderé sobre los jurados, que con frecuencia exhalan esa petulancia relamida que uno atribuía antiguamente al mundo de los juegos florales, como las maestras con moño, los bibliotecarios de nariz aristotélica, los escritores frustrados, los gacetilleros de provincias e incluso, a pesar del contenido libidinoso del relato, algún personaje afín al clero.
A veces, es cierto, hubo noches memorables e incluso personas a las que diste la mano con cariño y gratitud.
Y de todas ellas he de recordar una en la que me tropecé con el autor más galardonado del mundo, ser literario donde los haya, que por la forma en que se desenvolvía y engullía gambas, distribuía consignas a los noveles y soltaba sentencias a troche y moche, me hizo pensar en un personaje de D. Valle Inclán, y al que deseo brindar, desde este humilde blog (mientras lo imagino devorando galardones y lonchas de jabugo), mi más sincero reconocimiento, como tutor literario y esplendor de las letras patrias: no hay como conocer a un tipo así para darse cuenta de la feria de vanidades y majaderías a la que tan fácil es asociar la literatura en este jodido país.
Me temo que se trata de un tal Terrín. Suscribo cuanto dices sobre jurados y concursos: el escritor es el paragüero de la función. A los mendigos, las señoras de las mesas petitorias, se les trataba con más decoro.
ResponderEliminarComo cuando aquel salón lleno de intelectuales en la presentación de tu libro me miraba mal porque llegué tarde y porque llevaba un bocata de chorizo que olía a excursión que me hizó mamá para un concierto y luego se quedaron con la cara a cuadros cuando hiciste un comentario sobre tu hija y me miraste y de repente todos me empezaron a querer y a olvidarse de la impuntualidad, el chorizo y el olor a excursión.
ResponderEliminarEh! nmira como he escrito un párrafo gigante sin puntos, como la publicidad de la parroquia de casa de los abuelos. Que diosa soy.