miércoles, 29 de junio de 2011

Periferias

El primer día de clase el alumno apareció montado en una moto de aspecto macarra y sin dejarle echar el pie a tierra, los municipales que lo perseguían se abalanzaron sobre él, le aplastaron los morros contra una chapa y lo esposaron entre maldiciones y jadeos. Intervine para decirles que aquel era un espacio docente, pero el más rudo me plantó una mano enguantada frente a los ojos y, por su forma de mirarme, me dio la impresión de que creía ser la reencarnación de Liberty Valance. Al día siguiente, con el fin de plantear mis protestas y pedir explicaciones, fui a ver al comisario, un cincuentón sosegado y flemático que, después de pedirme disculpas, me dijo que el chico, camino de la Escuela Taller, había sacado una moto del propio parque de la policía, moto que le habían requisado días antes por andar sin carné. “Una pieza de cuidado”, agregó el jefe en argot policial, y dándome la mano se despidió con una fatiga suburbial cargada de conmiseración. Efectivamente, no pudimos reinsertar al alumno, que acabó semanas después amenazando con un martillo de bola a su profesor, e ingresando, al cabo de unos meses, en la penitenciaria de la ciudad. Incluso llegó a telefonearme a casa cierta noche, pronosticando que algún día nos volveríamos a ver las caras. Recuerdo a su padre sollozando en mi despacho, retorciendo febrilmente las manos, rogándome que le diéramos otra oportunidad. Parecía un buen hombre, pero había algo en su rostro contraído y en el vello frondoso de sus brazos que me repugnaba. Oía sus palabras e imaginaba a su hijo con un pincho en la mano, escuálido y furtivo, intentando forzar una persiana al oscurecer. Allí estaba yo, incapaz de compadecer a ese hombre, pensando absurdamente que, de habérselo propuesto, su retoño hubiese aprobado con nota alta las oposiciones para municipal. La balanza de la vida se inclina caprichosamente desde el primer balanceo de la cuna. Cuando se marchó, me quedé mirando la ventana, las naves del polígono que rodeaban la escuela, sus volúmenes simétricos y deprimentes. Dentro podías imaginar a un grupo de operarios fabricando escritorios, o a una familia de tarados desollando ninfas en un matadero clandestino.

lunes, 20 de junio de 2011

Verano

Voy a ir al verano

donde dicen que las campanas aturden

y los ángeles custodian templos

donde mueren las playas.

Voy a ir allí,

y espero hallar

lo que todos los poetas

perciben

en el filo de sus versos:

el vértigo melancólico de las golondrinas

que se persiguen

unas a otras

unas a otras

unas a otras.

viernes, 3 de junio de 2011

Viejo

Me vi viejo. Había refrescado inesperadamente y me puse a buscar unas zapatillas de invierno y al ponérmelas percibí de repente la vejez. Como muchos otros antes que yo, hasta ahora, cada vez que veía un anciano en la calle, pensaba que nunca llegaría a ser como ellos. Que nunca tendría su mirada triste, su andar titubeante, la piel ajada o flácida. Es preferible no llegar a eso, pensaba, no pasar ese umbral donde la muerte acecha como un abismo detrás de una puerta, donde los días resbalan en la turbia economía de las cosas prestadas. Por qué aceptar la decrepitud, su crueldad, la implacable parsimonia de sus sinsabores: los padecimientos óseos, las dispepsias, la corrupción dental, el insomnio, la angustia. El estúpido consuelo de las religiones. Y toda la farmacopea convirtiéndote en una rata de laboratorio. Mejor no llegar a eso, me dije, no cruzar el umbral. Calzado sobre unas zapatillas de felpa, partido en dos delante del espejo, con la mitad de mi vida engastada en la joya de la juventud y la otra en un reflejo amenazante, me vi en la frontera de la vejez. Saqué los pies de su sitio y dejé que me atravesara el frío blanco de las baldosas.