Me encuentro a Juan en una de esas calles sucias y estrechas que vengo cruzando desde mi niñez y, después de recomendarme con voz de converso La broma infinita de Foster Wallace, me pide que me mire las uñas. Extiendo la palma en lugar de replegar los dedos y me dice que así es como lo hacen las mujeres, o al menos las mujeres coquetas, dejando en el aire una sospecha furtiva sobre mi virilidad, no sé si social o cromosómica, pero a estas horas, con el estómago vacío, mis manos sólo buscarían esos pechos blancos que se pronuncian bajo mallas de acero y que tienen la fragilidad trémula y nupcial de una manzana virgen. Puedo imaginar, en medio de la nieve, a una joven que cabalga rítmicamente hacia mí, aunque en la calle (los callejones anónimos que vengo recorriendo desde mi niñez) se ven mujeronas con bolsas de plástico, embrutecidas por el tiempo, al igual que esos niños grises que pierden la gracia y el candor en la penumbra de los hospicios. Los hombres no merecen mejor suerte que la que tienen, pero ningún Dios debería permitir que las mujeres perdieran su belleza, la de los veinte años, por efímera que fuese, no sólo por una cuestión de canon estético, o de justicia poética, sino porque bajo su mirada el mundo sería un infierno dulce, la única de las razones por las que merecería vivir en él, en un reino de cielos salvajes, con todos nosotros merodeando las calles (las calles tristes de nuestra niñez) y la zarza tierna de sus labios.
jueves, 24 de febrero de 2011
miércoles, 16 de febrero de 2011
El jugador
Perdí a una edad temprana un dinero que no tenía, participando en un juego de mesa del que ya no recuerdo ni el nombre. Nunca tuve maneras de tahúr, ni fisonomía, ni el carácter que se asocia a un jugador curtido: su calma proverbial, el pulso firme, la mirada inexpresiva de quien se tira un farol. Sin embargo, creo que sería capaz de quemar todas mis naves en un envite y perder el honor en un momento de éxtasis. Convertirme en un ser abyecto por un mazo de cartas manchadas y salir de una timba con los pantalones bajados. Corromper mi espíritu por contar con una ficha más. Si confieso esto la gente no me cree, pero podría llegar a ser muy miserable. Alcanzar esa hora en que la ginebra sabe a ceniza y los colibríes rebotan en tu cabeza como balas invisibles. Salir de un garito tambaleándote más allá de la desesperación. Hay algo subyugante en exprimir hasta el último chavo y saber que nadie rezará por ti. La calle helada como una morgue y un bulbo de cemento en tu nuca. El susurro del Jaguar de quien te ha ganado la última mano. Sólo los jugadores que apuestan el alma saben lo que eso significa: algo en la vida, en el núcleo de la vida, huele igual que los bolsillos de los perdedores.