Antes de los nietos, de los hijos, del divorcio, de aquella operación a vida o muerte, de la cátedra, de los años de esplendor, de mi juventud, del primer orgasmo, de los veranos eternos, de los pasos vacilantes, de la primera luz, del grito envuelto en una placenta pegajosa, del útero, antes de todo eso, sabía que tenía las horas contadas.
miércoles, 20 de octubre de 2010
viernes, 8 de octubre de 2010
El Ferroviario
Conservo un recuerdo imborrable de Cheers, aquella serie pionera que se desarrollaba en un bar de Boston de la mano de un puñado de protagonistas maravillosos, entre los que destacaban un camarero seductor y un gordo rizoso al que todos gritaban Norm! cuando hacía su gloriosa entrada en el atestado local. Los bares siempre han sido territorios novelescos, aunque mi colega Yago, apostado detrás de sus barras desde hace mucho tiempo, afirma que eso sólo es una frivolidad romántica. En León existe un bar centenario cuyo nombre, El Ferroviario, posee resonancias literarias de corte industrial. Ubicado en un barrio duro y periférico, el mismo que le da nombre, está a unos centenares de metros de la estación y muy cerca de otro distrito, Paraíso-Cantinas, cuyo sólo título, no me lo negarán, evoca un lugar donde puede ocurrir cualquier cosa. Para que un bar tenga pedigrí ha de contar con un dueño de una sola pieza, y en éste tenemos a Luis, culé incondicional, que además de una experiencia imbatible se dirige a sus clientes con esa profesionalidad castiza y disuasoria que caracteriza a los camareros de raza: distribuye en justas dosis la ironía, la caballerosidad, la impertinencia y los comentarios agudos y sagaces. Ni qué decir tiene que conoce las preferencias de todos sus parroquianos, en un país donde las modalidades para pedir un café (solo, cortado, expreso, descafeinado de máquina o con leche, con leche fría o templada, con unas gotas de anís, etc.) son prácticamente infinitas. El Ferroviario, como no podía ser de otra manera, siempre está llena de humo y en él se pueden ver desde tipos de mirada vidriosa y mentón azul a hombres circunspectos y trajeados. Sus raciones de tortilla son generosas y el bullicio y las confidencias están garantizadas. En otra época o lugar, quizá hubiese sido un bar de poetas suburbiales, o de anarquistas de mirada huidiza y conspiradora. Es de los pocos sitios que te puedes encontrar abierto a las siete de la mañana, y eso, en una ciudad pija y aburguesada como ésta, es una trasgresión honorable. A ciertas horas, si sabes hacerte un hueco entre las mesas del fondo, no hay mayor placer que tomarte un Bombay etiqueta azul con tónica junto a una de sus amplias ventanas.
domingo, 3 de octubre de 2010
Las estaciones
Desde hace mucho siento fascinación por las islas, aunque no sé si sería capaz de vivir en un pedazo de tierra donde el tiempo, salvo ráfagas de tormentas o ciclones desmelenados, suele ser siempre el mismo. Un conocido me dijo en cierta ocasión que ya sólo se podía celebrar el paso de las estaciones en lugares como Montreal o Nueva Inglaterra. Inviernos pavorosos, primaveras luminosas, otoños ocres, veranos perezosos y cálidos. De mi infancia, como cualquiera, recuerdo los veranos interminables y la llegada discreta de octubre, como una doncella que atravesase de puntillas un jardín y sacase del fondo de los armarios las primeras prendas de lana fría. Hace tiempo que el otoño y la primavera se han convertido en testigos casuales. Su curso limpio y elegante, en una época en la que todo se ha vuelto pesado, ha adquirido una cronología furtiva. Pasamos del lino a la pana sin solución de continuidad y en las noches de agosto, cuando aún se oye el clamor de las chicharras, presientes en el aire la amenaza bastarda del invierno. Creo que la muerte de esas dos estaciones constituye un reflejo de la degeneración del mundo. Todo lo que no posea un cariz mortuorio y blindado, parece condenado a desaparecer. En mi madurez sólo veo inviernos y veranos plomizos, como a mi alrededor sólo distingo la hegemonía de lo inalterable: los mismos políticos con distinto collar, la eterna presencia de la Banca, el consumo convertido en divisa, la razón transformada en un pretexto para opiniones rotundas y sectarias. Lo comento en el trabajo y en la calle, y la gente parece encogerse de hombros. Saltamos de la hibernación al estío sin inmutarnos lo más mínimo. No hay espacio para todo aquello que puedes asociar a la templanza, la suavidad, la melancolía efímera de las transiciones. Por eso las frutas saben igual en cualquier estación del año: su insipidez perpetua se ha instalado con avaricia en nuestras bocas, como un engrudo sintético e impermeable. El sol derrite nuestros cerebros y el invierno los conserva en formol. En las calles del otoño, en los escasos días en que sopla un viento de hojas herrumbrosas, se asoma el color gris en las esquinas. En este octubre que acaba de comenzar, las casas han dejado de oler a membrillos y los ancianos pasean bajo las choperas sintiendo en sus huesos el presagio de la nieve. Como si en todo el jodido planeta sólo se proyectase una película en blanco y negro. Hablo de la carne y el frío de las estaciones plúmbeas, que no dejan sitio para los titubeos de la luz. De niño siempre disfrutaba las horas previas a los viajes largos: esas que pasan inadvertidas, pero que te hacen cosquillas en el corazón. Cuando el otoño y la primavera dejen de existir, sólo seremos viajeros tristes a los que han robado el equipaje.
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