Conservo un recuerdo imborrable de Cheers, aquella serie pionera que se desarrollaba en un bar de Boston de la mano de un puñado de protagonistas maravillosos, entre los que destacaban un camarero seductor y un gordo rizoso al que todos gritaban Norm! cuando hacía su gloriosa entrada en el atestado local. Los bares siempre han sido territorios novelescos, aunque mi colega Yago, apostado detrás de sus barras desde hace mucho tiempo, afirma que eso sólo es una frivolidad romántica. En León existe un bar centenario cuyo nombre, El Ferroviario, posee resonancias literarias de corte industrial. Ubicado en un barrio duro y periférico, el mismo que le da nombre, está a unos centenares de metros de la estación y muy cerca de otro distrito, Paraíso-Cantinas, cuyo sólo título, no me lo negarán, evoca un lugar donde puede ocurrir cualquier cosa. Para que un bar tenga pedigrí ha de contar con un dueño de una sola pieza, y en éste tenemos a Luis, culé incondicional, que además de una experiencia imbatible se dirige a sus clientes con esa profesionalidad castiza y disuasoria que caracteriza a los camareros de raza: distribuye en justas dosis la ironía, la caballerosidad, la impertinencia y los comentarios agudos y sagaces. Ni qué decir tiene que conoce las preferencias de todos sus parroquianos, en un país donde las modalidades para pedir un café (solo, cortado, expreso, descafeinado de máquina o con leche, con leche fría o templada, con unas gotas de anís, etc.) son prácticamente infinitas. El Ferroviario, como no podía ser de otra manera, siempre está llena de humo y en él se pueden ver desde tipos de mirada vidriosa y mentón azul a hombres circunspectos y trajeados. Sus raciones de tortilla son generosas y el bullicio y las confidencias están garantizadas. En otra época o lugar, quizá hubiese sido un bar de poetas suburbiales, o de anarquistas de mirada huidiza y conspiradora. Es de los pocos sitios que te puedes encontrar abierto a las siete de la mañana, y eso, en una ciudad pija y aburguesada como ésta, es una trasgresión honorable. A ciertas horas, si sabes hacerte un hueco entre las mesas del fondo, no hay mayor placer que tomarte un Bombay etiqueta azul con tónica junto a una de sus amplias ventanas.
viernes, 8 de octubre de 2010
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Hermoso relato para una hermosa historia sin principio ni fin. No sé lo que tienen esos viejos lugares, pero invitan a entrar, quedarse, volver. Para uno -lo confieso- el solo nombre de "ferroviario" ya es una buena carta de prensentación, una invitación a la cercanía, algo familiar. Un abrazo.
ResponderEliminar¿Que Luis se dirige a los clientes con profesionalidad castiza, dices?. Le tendrías que ver los días que no se ha tomado la medicación...
ResponderEliminarEs verdad que se tira el rollo con las tapas pero, si está él de camarero, lo único que no vas a encontrar en el Ferroviario es Paz, Cabanas.
Verbi gratia; hoy mismo me he tomado dos cortos con limón y me ha dado un plato con tres costillas con patatas fritas y luego fideuá con sus mejillones, sus gambas etc. Me ha cobrado un euro con cuarenta céntimos por todo. !Qué atraco!, no me extraña que luego me quisiera invitar a un cubata de una ginebra que ha traído de no sé dónde. Le remordería la conciencia de sablear así a un cliente...
ResponderEliminarLos chinos deben estar lamentando su deserción, amigo J.
ResponderEliminarmuy buen relato Miguel, es verdad que cuando vas al Ferroviario te sientes como en casa,y es verdad que la atencion es muy grata,Luis,compañero y amigo,1 gran camarero donde los halla
ResponderEliminarJuan,con clientes como tu,mejor cerramos los bares
1 cordial saludo.
Noelia- Taberna Camino De Santiago