domingo, 3 de octubre de 2010

Las estaciones

Desde hace mucho siento fascinación por las islas, aunque no sé si sería capaz de vivir en un pedazo de tierra donde el tiempo, salvo ráfagas de tormentas o ciclones desmelenados, suele ser siempre el mismo. Un conocido me dijo en cierta ocasión que ya sólo se podía celebrar el paso de las estaciones en lugares como Montreal o Nueva Inglaterra. Inviernos pavorosos, primaveras luminosas, otoños ocres, veranos perezosos y cálidos. De mi infancia, como cualquiera, recuerdo los veranos interminables y la llegada discreta de octubre, como una doncella que atravesase de puntillas un jardín y sacase del fondo de los armarios las primeras prendas de lana fría. Hace tiempo que el otoño y la primavera se han convertido en testigos casuales. Su curso limpio y elegante, en una época en la que todo se ha vuelto pesado, ha adquirido una cronología furtiva. Pasamos del lino a la pana sin solución de continuidad y en las noches de agosto, cuando aún se oye el clamor de las chicharras, presientes en el aire la amenaza bastarda del invierno. Creo que la muerte de esas dos estaciones constituye un reflejo de la degeneración del mundo. Todo lo que no posea un cariz mortuorio y blindado, parece condenado a desaparecer. En mi madurez sólo veo inviernos y veranos plomizos, como a mi alrededor sólo distingo la hegemonía de lo inalterable: los mismos políticos con distinto collar, la eterna presencia de la Banca, el consumo convertido en divisa, la razón transformada en un pretexto para opiniones rotundas y sectarias. Lo comento en el trabajo y en la calle, y la gente parece encogerse de hombros. Saltamos de la hibernación al estío sin inmutarnos lo más mínimo. No hay espacio para todo aquello que puedes asociar a la templanza, la suavidad, la melancolía efímera de las transiciones. Por eso las frutas saben igual en cualquier estación del año: su insipidez perpetua se ha instalado con avaricia en nuestras bocas, como un engrudo sintético e impermeable. El sol derrite nuestros cerebros y el invierno los conserva en formol. En las calles del otoño, en los escasos días en que sopla un viento de hojas herrumbrosas, se asoma el color gris en las esquinas. En este octubre que acaba de comenzar, las casas han dejado de oler a membrillos y los ancianos pasean bajo las choperas sintiendo en sus huesos el presagio de la nieve. Como si en todo el jodido planeta sólo se proyectase una película en blanco y negro. Hablo de la carne y el frío de las estaciones plúmbeas, que no dejan sitio para los titubeos de la luz. De niño siempre disfrutaba las horas previas a los viajes largos: esas que pasan inadvertidas, pero que te hacen cosquillas en el corazón. Cuando el otoño y la primavera dejen de existir, sólo seremos viajeros tristes a los que han robado el equipaje.

5 comentarios:

  1. Acabas de poner negro sobre blanco, de una manera luminosa y sencilla, con destellos y escalofríos, lo que muchos sentimos acerca del tema y no somos capaces de transmitir así.

    Gracias, Miguel.

    Un abrazo.
    Elías

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  2. Gracias a tí, Elías...y un abrazo grande.

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  3. "Cuando el otoñó y la primavera dejen de existir, sólo seremos viajeros tristes a los que han robado el equipaje. "

    Es tan cierto que duele..

    Un saludo

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  4. No se si han sido los efectos psicotrotopicos o lo jodidamente bueno que me ha parecido, pero me ha parecido jodidamente bueno.

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  5. No te olvido, Nahuel, hay personas que no se olvidan

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