A veces encuentro alguna cosa que escribí siendo joven y me parece endemoniadamente mala. Pomposa, risible, mediocre hasta la exasperación. Siempre he admirado a esos autores precoces que conseguían redactar en su juventud obras que frisaban la maestría. Como Truman Capote, por ejemplo, que a los diecisiete años ya trabajaba para el New Yorker. A esa edad yo me hacía pajas como un mono y me pasaba el tiempo leyendo en la cama. Absorbía cada frase que leía, pero cada vez que intentaba imitar aquel estilo reluciente sólo me salía un churro. Abría botellas de vino, pensando que la embriaguez haría florecer en mis dedos las yemas de la inspiración. Aparte de unas migrañas pegajosas, nunca conseguí construir un relato memorable. Por eso me da rubor confesar que no publiqué mi primera novela hasta los cuarenta y cinco años. A esa edad, la mitad de los romanos que soportaron a Nerón estaban criando malvas. Y los que habían sobrevivido a la peste, paseaban sus huesos podridos en la Baja Edad Media. Esta época, por lo demás, en la que los hijos de Fleming han logrado que estiremos la pata más tarde, denigra y aborrece la longevidad. Nunca fue más hermoso ser joven, sobre todo si te ganas la vida como escritor. Llegados a este punto, me pregunto qué hago juntando palabras para ustedes. Tal vez no tenga otro remedio, sobre todo si asumo que ya no puedo hacerme tantas pajas. Ese es otro lastre de la madurez, aunque empuñemos la pluma con más destreza. Pero dejémonos de símiles pseudoeróticos. Leo con envidia ciertos blogs escritos por adolescentes y pienso que no merece la pena seguir. A pesar de todo, puede que a causa de que ahora bebo menos vino pero de mejor calidad, estoy persuadido de que aún seré capaz de parir una obra maestra. Aunque acabe arrojándola, con una lira vetusta en la mano, en una hoguera de llamas azules.
martes, 21 de septiembre de 2010
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Sr. Paz,
ResponderEliminarno se lamente Ud. Es normal que a uno le den las ganas de lanzar los folios por la borda del barco del desencanto. Yo a veces saco a pasear el mío, pegado el puñetero a mi cogote, y créeame, de algo me sirve imaginar la contradicción en las miradas ajenas. Tengo que poner palabras a mi despropósito de no querer mirarles directamente a los ojos:salir, respirar y morir cada noche dejándome la vida en ello.
Por cierto, me hizo bien este verano la lectura de su novela. Consiguió desviar mi atención de las olas y el tiro de gracia del silencio.
Un saludo.