Lo llevaron cerca del río y le quitaron la ropa. Comenzaron a bailar a su lado, zumbando, mientras se despojaban de sus vestidos. Una de ellas se sentó a horcajadas sobre su cara y la otra, con voz susurrante, se arrodilló junto a él. Su miembro apuntaba hacia las estrellas, un pequeño menhir, babeando hilillos de semen. La más joven lo cogió entre sus manos y se lo llevó con lentitud a la boca. Recuerda que apenas lo tocó, un lengüetazo sutil, una abeja rozando una flor. Entre tanto la otra subía y bajaba, con sus muslos golosos acariciando sus labios. Lo tuvieron así un tiempo impreciso, como media hora, torturándole con caricias furtivas. Se esmeraban para impedirle eyacular: cada vez que se hinchaba, al borde del paroxismo, le arrojaban agua en el vientre. Le ataron las manos a la espalda para que no pudiera satisfacerse. Por último, tumbadas en la hierba, gimiendo y acariciándose, recrearon ante él su orgasmo.
Esa noche mi padre llegó a casa enajenado, enloquecido, abominando de las mujeres. Juró que permanecería célibe el resto de su vida, que se haría cartujo. Evidentemente, no cumplió su palabra. De eso hace veinte años, dos más de los que llevó yo aquí, haciéndome pajas, al borde del río.
miércoles, 22 de febrero de 2012
sábado, 4 de febrero de 2012
Un cuento anticuado
Un frío día de noviembre el rey decidió abdicar y auspiciar la coronación de su hijo mayor. Convocó a sus validos más ilustres y ordenó preparar su despedida. “Deseo que todo el pueblo asista a la ceremonia y conozca al futuro monarca – les dijo; y agregó: Que nuestras divisas ondeen al viento y se congreguen todos al alba”.
Llegado el día el soberano, fatigado y enfermo, salió con su hijo a las almenas. Una multitud fiel y conmovida lo ensalzó durante horas. El rey apreció en su primogénito una sonrisa cómplice y le preguntó: “¿Qué es lo que ves?”.
“Veo un pueblo lleno de gratitud, padre; un pueblo cuyos hombres te rinden pleitesía por igual, sean prósperos o humildes”.
La sombra de lo que fuera un hombre victorioso recobró por un instante su majestad y, ante el asombro de sus súbditos, declaró: “Escúchame y no olvides mis palabras: iguales son ante Dios y también ante tus ojos. Pero cada uno de esos seres, cada una de esas almas, son únicos y excepcionales. Y ante cada uno de ellos serás antes siervo que rey. Hinca, pues, tus rodillas”.
El equipo editor del juego de la play station decidió suprimir este comienzo tan soso.
Luego viene un largo desenlace con doncellas de mallas apretadas, equinos furiosos y templarios decapitados.
Llegado el día el soberano, fatigado y enfermo, salió con su hijo a las almenas. Una multitud fiel y conmovida lo ensalzó durante horas. El rey apreció en su primogénito una sonrisa cómplice y le preguntó: “¿Qué es lo que ves?”.
“Veo un pueblo lleno de gratitud, padre; un pueblo cuyos hombres te rinden pleitesía por igual, sean prósperos o humildes”.
La sombra de lo que fuera un hombre victorioso recobró por un instante su majestad y, ante el asombro de sus súbditos, declaró: “Escúchame y no olvides mis palabras: iguales son ante Dios y también ante tus ojos. Pero cada uno de esos seres, cada una de esas almas, son únicos y excepcionales. Y ante cada uno de ellos serás antes siervo que rey. Hinca, pues, tus rodillas”.
El equipo editor del juego de la play station decidió suprimir este comienzo tan soso.
Luego viene un largo desenlace con doncellas de mallas apretadas, equinos furiosos y templarios decapitados.
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