Lo llevaron cerca del río y le quitaron la ropa. Comenzaron a bailar a su lado, zumbando, mientras se despojaban de sus vestidos. Una de ellas se sentó a horcajadas sobre su cara y la otra, con voz susurrante, se arrodilló junto a él. Su miembro apuntaba hacia las estrellas, un pequeño menhir, babeando hilillos de semen. La más joven lo cogió entre sus manos y se lo llevó con lentitud a la boca. Recuerda que apenas lo tocó, un lengüetazo sutil, una abeja rozando una flor. Entre tanto la otra subía y bajaba, con sus muslos golosos acariciando sus labios. Lo tuvieron así un tiempo impreciso, como media hora, torturándole con caricias furtivas. Se esmeraban para impedirle eyacular: cada vez que se hinchaba, al borde del paroxismo, le arrojaban agua en el vientre. Le ataron las manos a la espalda para que no pudiera satisfacerse. Por último, tumbadas en la hierba, gimiendo y acariciándose, recrearon ante él su orgasmo.
Esa noche mi padre llegó a casa enajenado, enloquecido, abominando de las mujeres. Juró que permanecería célibe el resto de su vida, que se haría cartujo. Evidentemente, no cumplió su palabra. De eso hace veinte años, dos más de los que llevó yo aquí, haciéndome pajas, al borde del río.
miércoles, 22 de febrero de 2012
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