Mentiras, sólo hay mentiras, no sólo de los políticos, de los cuentistas de zoco, sino de las personas que admiras, de ti mismo, de aquellos a los que socorriste, de los que te prestaron su ayuda en el pasado. Mentiras opulentas, como falsos escenarios de cartón, envolviéndolo todo, poniendo biombos negros sobre las rosas de tu memoria. Mentiras que acabas creyéndote, ufanas, silenciosas, mentiras que leen el libro de tu propia vida sin que te des cuenta. Mentiras cuando lloras, cuando viajas, cuando te estremeces, en la orilla de las islas, tierra adentro, en el fondo del mar, cuando rompes los jarrones, cuando persuades a tus amigos de lo que les dices es verdad. Mentiras seductoras, sabrosas, fértiles, mentiras como cálido estiércol pintando el paladar de tu boca. Mentiras en la plaza de los hombres desolados, de los niños hambrientos, de las mujeres que caminan sobre tacones de aguja. Mentiras en las iglesias y las murallas, en los cementerios, en la solapa de los mapas, en los paraísos que nos construyeron, en las hojas marchitas de tanta verdad. La verdad, quién quiere la verdad, yo vivo de mis mentiras, como otros lo hacen en la cola de un vagón, proscritos que carecen de nombre y bajan a dormir en estaciones vacías. Alguien alza una piedra y la arroja en medio de un bosque: la mentira es esa piedra que quiebra a su paso todas las ramas y duerme eternamente en el lecho de un río.
miércoles, 23 de marzo de 2011
viernes, 11 de marzo de 2011
Bares y pantanos
Hubo una época en la que, a falta de pantanos, yo inauguraba bares. Solía ir con Iñaki, que contaba con una fina red de informadores, lo que nos permitía saber con exactitud qué garitos se estrenaban (incluyendo el lugar y la hora, como en una entrega de drogas), así que allí aparecíamos, ávidos y silenciosos, dispuestos a beber gratis mientras el hígado aguantase. No siempre éramos bienvenidos. En una ocasión, el día antes de un jodido examen de estadística, nos presentamos en un café demasiado elegante y nuestro aspecto despertó enseguida las sospechas de los anfitriones. La buena educación que se supone a la gente pudiente impidió que nos expulsaran escaleras abajo, merced a lo cual, y a pesar de las miradas reprobatorias, dimos buena cuenta de las golosinas. Canapés, champán, frutos glaseados y fragantes. Pero los dioses nos tenían reservado un castigo por nuestra osadía y al día siguiente, en medio del jodido examen de estadística, yo sufrí, precedido de un ataque de náuseas, un severo dolor estomacal. Aprobé gracias a que una chica me pasó su hoja y a que el profesor Acha, que hacía gala de una paciencia y una ironía infinitas, me permitió ir a los baños al ver mi rostro suplicante. Sentado en la taza me juré a mi mismo que nunca volvería a dejarme tentar por el becerro de oro y que tampoco (mientras imaginaba pantanos de champán donde sirenas atroces corrompían el alma de marineros embriagados) volvería a inaugurar una jodida coctelería de lujo.
sábado, 5 de marzo de 2011
Trípoli
No quedaba candor ni lujuria, agua ni claridad, no había ni un solo árbol, se habían marchado las jirafas, no se oía el rumor de las velas, había glaciares color marrón, cofres sin sueños, hoteles vacíos, bazares como tumbas, no quedaban palabras, solo monólogos, un viento sombrío, ni una sola barca, ni un solo motín, los jardines exhaustos, las islas en penumbra, estanques sedientos, no oía a mi madre, las canciones de mi madre, un silencio atroz, un silencio de termitas, no había lápices, ni libros, ni pájaros, ni violines, sólo un fuego negro, un zumo de escorias, cúpulas hundidas, camisas amontonadas, polvo en los templos, tapices quemados, un perro sonámbulo, escombros, moscas, osarios, carcasas…y la luna reflejada en una tele encendida. En el informativo, con voz monótona, hablaban del fin del mundo.