El padre me dio una bofetada. Estaba tremendamente enojado, le había lanzado un trozo de ladrillo a su hijo y le había provocado una brecha en la frente. Sangraba y lloraba abundantemente, un trazo de suero color ciruela que se represaba en sus labios. Yo estaba solo, encajé el golpe del padre con el rostro encogido y rojo como la grana. ¿Por qué lo has hecho?, me gritaba colérico. Yo apretaba la boca y miraba al suelo, mientras él insistía con expresión de gárgola. Lo peor de todo es que no se lo podía explicar, porque no lo sabía. Había conocido a su hijo media hora antes y, por esas circunstancias azarosas que se suscitan entre los niños, había surgido entre los dos una simpatía súbita y profunda. Estuvimos dándole patadas al balón un rato, hasta que nos acercamos a una pequeña escombrera que había junto a un talud. Entonces decidimos que sería divertido arrojar cascotes a su interior y comprobar quién rompía más, o quién era capaz de arrojarlos más lejos. No recuerdo su nombre. En un momento dado el otro niño se adelantó y me quedé mirando su nuca blanca, su rostro sonriente mientras removía los cascotes y exclamaba: “¡Aquí hay un par de ellos muy buenos! ¡Ven!”. Entonces, sin motivo ni causa alguna, lancé el que transportaba en la mano con la idea de rebasar su cuerpo, pero sabiendo con una certeza siniestra que no lo lograría.
Mi madre, después de que le contara el suceso, dijo que aquel hombre estaba mal de la cabeza, que los accidentes eran imprevisibles, que esas cosas les ocurren a los críos cuando juegan donde no deben. Yo permanecía mudo, caminaba agarrado a su mano, no me podía quitar de la mente el rostro del niño emborronado por la sangre y las fauces de su padre ladrándome en la cara.
No es agradable pensar que en uno moran esos instintos o que es perfectamente capaz de hacer cosas absurdas o irracionales.
Peor aún, tal vez, sea saber que un ser anónimo con el que acabas de congeniar puede clavarte un puñal cuando le das la espalda.
No vale el arrepentimiento convulso, ese que nos hinca de rodillas y nos sume en una postración profunda y piadosa. Sólo queda vivir con la idea de que puedes convertirte en un homicida, si no aprietas los dientes con fuerza y rompes con tus nudillos la imagen que refleja tu rostro en el espejo.
Mi madre, después de que le contara el suceso, dijo que aquel hombre estaba mal de la cabeza, que los accidentes eran imprevisibles, que esas cosas les ocurren a los críos cuando juegan donde no deben. Yo permanecía mudo, caminaba agarrado a su mano, no me podía quitar de la mente el rostro del niño emborronado por la sangre y las fauces de su padre ladrándome en la cara.
No es agradable pensar que en uno moran esos instintos o que es perfectamente capaz de hacer cosas absurdas o irracionales.
Peor aún, tal vez, sea saber que un ser anónimo con el que acabas de congeniar puede clavarte un puñal cuando le das la espalda.
No vale el arrepentimiento convulso, ese que nos hinca de rodillas y nos sume en una postración profunda y piadosa. Sólo queda vivir con la idea de que puedes convertirte en un homicida, si no aprietas los dientes con fuerza y rompes con tus nudillos la imagen que refleja tu rostro en el espejo.