viernes, 26 de febrero de 2010

Cascotes

El padre me dio una bofetada. Estaba tremendamente enojado, le había lanzado un trozo de ladrillo a su hijo y le había provocado una brecha en la frente. Sangraba y lloraba abundantemente, un trazo de suero color ciruela que se represaba en sus labios. Yo estaba solo, encajé el golpe del padre con el rostro encogido y rojo como la grana. ¿Por qué lo has hecho?, me gritaba colérico. Yo apretaba la boca y miraba al suelo, mientras él insistía con expresión de gárgola. Lo peor de todo es que no se lo podía explicar, porque no lo sabía. Había conocido a su hijo media hora antes y, por esas circunstancias azarosas que se suscitan entre los niños, había surgido entre los dos una simpatía súbita y profunda. Estuvimos dándole patadas al balón un rato, hasta que nos acercamos a una pequeña escombrera que había junto a un talud. Entonces decidimos que sería divertido arrojar cascotes a su interior y comprobar quién rompía más, o quién era capaz de arrojarlos más lejos. No recuerdo su nombre. En un momento dado el otro niño se adelantó y me quedé mirando su nuca blanca, su rostro sonriente mientras removía los cascotes y exclamaba: “¡Aquí hay un par de ellos muy buenos! ¡Ven!”. Entonces, sin motivo ni causa alguna, lancé el que transportaba en la mano con la idea de rebasar su cuerpo, pero sabiendo con una certeza siniestra que no lo lograría.
Mi madre, después de que le contara el suceso, dijo que aquel hombre estaba mal de la cabeza, que los accidentes eran imprevisibles, que esas cosas les ocurren a los críos cuando juegan donde no deben. Yo permanecía mudo, caminaba agarrado a su mano, no me podía quitar de la mente el rostro del niño emborronado por la sangre y las fauces de su padre ladrándome en la cara.
No es agradable pensar que en uno moran esos instintos o que es perfectamente capaz de hacer cosas absurdas o irracionales.
Peor aún, tal vez, sea saber que un ser anónimo con el que acabas de congeniar puede clavarte un puñal cuando le das la espalda.
No vale el arrepentimiento convulso, ese que nos hinca de rodillas y nos sume en una postración profunda y piadosa. Sólo queda vivir con la idea de que puedes convertirte en un homicida, si no aprietas los dientes con fuerza y rompes con tus nudillos la imagen que refleja tu rostro en el espejo.

martes, 23 de febrero de 2010

El Pupas

El médico personal de Cabrera Infante le solía recriminar al célebre escritor su actitud quejosa y aprensiva y el cubano, cuando se hartaba de tanto reproche, le decía: “¡Joder, los hipocondríacos también se mueren!”. Yo paso por ser un hipocondríaco contumaz (no diré que un buen escritor), pero hubo una época en que tuve motivos para hacer honor a mi fama de pupas gracias al misterio de mis narices: por algún motivo insondable yo tendía a tenerlas perpetuamente congestionadas, pero no con unos mocos fluidos o más o menos viscosos, sino con una secreción de densidad sebosa que me impedía dormir en paz. Los doctores se tomaban el asunto como un reto y probaban conmigo toda suerte de dispositivos diabólicos. Un afamado otorrino de Bilbao estuvo varios años achicharrándomelas semanalmente, con un aparato que, para que se hagan idea, era como una versión diminuta de ese pararrayos que chisporrotea salvajemente en el momento en que el monstruo de Frankenstein entra en vida. El muy cabrón a veces llevaba a colegas a su despacho durante las sesiones y explicaba las bondades de su método mientras la consulta se llenaba de olor a carne quemada. No fue ese el único psicópata que me tocó las narices, pues años después, también otro prestigioso y, por supuesto, oneroso otorrino, me introdujo en sendas fosas, y sin anestesia, una aguja de proporciones considerables, atravesándome los senos paranasales para, según sus palabras, despejar mis conductos de una masa purulenta resistente a los antibióticos. Por lo que me contó un primo médico, ahora podría ejercer de fakir deslizando una aguja de coser por mis napias hasta rozar la base del cerebro. Lo que me asombró en aquel instante de terror quirúrgico-gótico, no fue tanto el dolor indescriptible que me provocó aquel remedo de Dr. Mabusse, como que yo apenas gritara de la perplejidad que me producía estar allí inmóvil y sin aplastarle los huevos, mientras una enfermera con bigote me sujetaba la cabeza como si fuese un conejo presto a ser degollado. Benditos galenos. El caso es que alguien me dijo que si cambiaba de clima a lo mejor se me quitaba el mal y tiempo después, respirando el aire puro de León, mis narices se abrieron caprichosamente al mundo.
Lo paradójico de todo esto es que yo acabé estudiando un año de medicina.
Pero esa es otra historia.

sábado, 20 de febrero de 2010

Silencio

Sin ningún género de dudas, y sin menoscabo de otras virtudes que han ido templando mi carácter y convirtiéndome en un hombre de provecho, yo fui un bebé sosegado, obediente y cariñoso. Comía a las horas, me dejaba poner gorritos de lana con lazos y cenefas, permitía que las viejas me pellizcaran los carrillos sin rechistar, aprendí a controlar mis esfínteres a edad temprana y, fuera de una noche en la que desperté con mis berridos a media comunidad por un espantoso dolor de estómago (que mi padre, siguiendo alguna costumbre arcana de su aldea, calmó untándome el abdomen con tocino), dormía en mi cuna profunda y angelicalmente. Las fotos de la época retratan a un niño delicioso y feliz, de aspecto sano y robusto. Una mañana en la que mi madre preparaba la papilla, me subí a una banqueta y me asomé a la ventana del salón, supongo que con la heroica intención ver el mundo desde una altura de tres pisos. Mis piernas se balanceaban en el aire y la mitad de mi cuerpo se quedó apoyado sobre un alféizar azulejado y resbaladizo donde la vecina del cuarto, al sacudir el mantel, había arrojado migas de pan. Cuando mi madre regresó, se quedó mirando aterrorizada el espectáculo, pero un sexto sentido la hizo taparse la boca con las manos y evitar que, con su grito, yo me fuera directo al otro barrio. Seguramente, si hubiese dejado escapar una sola sílaba, por tenue que fuese, yo me hubiera movido asustado, para convertirme segundos después en algo así como esos muñecos desarticulados que vemos arrojados, con la cabeza por un lado y los miembros por el otro, en los contenedores de la basura: un guiñapito de sangre y huesos aplastados en la calle, con un buñuelo de sesos esparcidos por la acera. En lugar de eso, se desplazó veloz pero silenciosamente y me tomó entre sus brazos jóvenes y asustados.
Actualmente mi madre habla mucho, muchísimo, como una cotorra, como una de esas presentadoras locuaces de Les Folies Bergeré, cuando la veo la miro con resentimiento y a menudo le suplico que se calle unos instantes. Cuando me llama por teléfono, a veces dejo el auricular posado un rato en el aparador, mientras atiendo otros asuntos. No me suele hacer demasiado caso, pero en ocasiones consigo que permanezca unos minutos callada, o refrene su discurso desaforado y vertiginoso.
También, algunos días, la sigo viendo en aquella puerta, controlando el horror que pugnaba por salir de su garganta, en el silencio cegador de una mañana de julio.

lunes, 15 de febrero de 2010

Noches

Había llegado el verano y empezaban las fiestas a lo largo y ancho de Babia. Me monté en el coche de M., que estaba radiante, y me anunció que antes de ir al baile pararíamos a cenar en casa de sus tíos. Pero sí yo ya he cenado, le dije. Levantó el pie del embrague y mirándome como si fuese un marciano, o peor aún, un proscrito sin honor ni escrúpulos, me recordó: Aquí, en Babia, si hace falta, se cena dos veces. La noche fue un itinerario de patas de cordero y roscones, cubatas y música verbenera, para acabar en una discoteca cutre donde dos amigas de M. (tú apriétalas como si te fuera la vida en ello, me conminó) se prestaron a bailar y beber con nosotros, sin importarles demasiado que nuestras erecciones fuesen una evidencia física que desmentía la fuerza de la gravedad. Yo tenía quince años. Hasta que una de ellas, mientras sonaba Roxanne, se burlase comentando que aquella canción era una mierda y yo me preguntase qué diablos hacía pegado a una hembra con el cerebro de un guisante como un pulpo en celo. Conseguí que alguien me devolviese a casa de mis abuelos haciendo autoestop, y al abrir la cancela e internarme en el jardín, pensé que no tenía remedio, que nunca me llevaría a una chica a la cama y que mis esfuerzos por orinar entre un macizo de malvas, se parecían a los de Tántalo subiendo la roca con que habían castigado su humana soberbia los dioses. Era una noche como la pulpa de un durazno oscuro, en ramas de savia negra, como un barreño rebosando de tinta azul. Nunca volví a ver aquellas estrellas colgadas sobre mí, estiré el brazo con la intención de tocarlas, juro que me abrazaban, que me rozaban la frente y los párpados helados. Sentía el alcohol fluyendo por mis venas y el aliento flotante que salía de mis labios, estaba a un paso de quedarme allí, sentado en un tocón, esperando a que la noche me envolviera en su dulzura gélida y mortal. La luz de mi habitación estaba encendida y mi abuela había calentado la cama. El colchón que se hundiría al sentir mi peso, las sábanas blancas y almidonadas, la opulencia de las mantas aislándote del mundo. Conseguí subir y meterme dentro, no me dejé morir de frío en el jardín, habría de dormir aquella noche, y otras muchas, lejos de un mundo inhóspito, como un animal joven y vulnerable compartiendo su lujuria blanca con las últimas estrellas.

viernes, 12 de febrero de 2010

In memoriam

En aquella época el Fondo Social Europeo todavía nos pagaba viajes de intercambio trasnacional y el primer sitio al que tuve que acudir con Nuria fue a Marsella, ciudad de la que guardo dos imágenes antagónicas: la del taxista sugiriéndome que echara una carrera hasta el hotel si apreciaba mi pellejo y la bocana del puerto, donde imaginé a un grupo de muchachos morenos zambulléndose en el agua en busca de piedras preciosas. Los primeros en recibirnos fueron unos alemanes enormes – descomunales – con los que simpatizamos rápidamente, aunque se empeñaban en que yo bebiese la misma dosis de cerveza que ellos, unas pintas espumosas e interminables que casi me rozaban la barbilla. Después conocimos a nuestros anfitriones, y allí estaba Nasser, que enseguida se convirtió en el alma del grupo, porque era un hombre jovial y cautivador, y porque, no sé cómo, se las arreglaba para hablar en varias lenguas a la vez sin perder la compostura. Íbamos allí a trabajar, pero cuando llegaba la noche, a nuestro amigo Nasser se le iluminaban los ojos, y con su pelo entrecano adquiría un aire de chansonnier galante, aunque uno, en su bigote rizoso, le adivinaba reflejos argelinos, sobre todo cuando sacaba a bailar a las chicas como un tanguista seductor y voraz. Lo volví a ver en otros países, en la propia España, donde se sentía como en casa, decía, mientras los demás pensábamos que, en el fondo, Nasser desdeñaba la adversidad y se tomaba con ironía el lado sombrío de las cosas.
Me dijeron que llevaba un tiempo enfermo y que ayer expiró en su ciudad, Marsella. Tenía una voz ronca y evocadora y soy capaz de recordar nítidamente cada uno de los rasgos de su cara, los hoyuelos cuando se reía, su mentón recio, el brillo profundo y alegre de su mirada. Pero, ignoro la razón, sin haberlo conocido en su juventud, cuando pienso en Nasser lo veo nadando en aquellas aguas tranquilas del puerto, como esos muchachos imaginarios que se lanzaban desde el malecón, el día que llegué, buscando pedazos de ámbar.

martes, 9 de febrero de 2010

La antítesis de Amélie

Sí, a mí tan bien me agrada hundir los dedos en una pecera llena de canicas, pero a diferencia de la inefable Amélie, en mi papel de lobo solitario y resentido, son más las cosas que aborrezco: por ejemplo las máscaras de los nazarenos (a pesar de los años, me siguen dando pavor), los plátanos (mi madre me obligó a comer uno a la fuerza con dos años), los jerseys de cuello alto que encima pican, los médicos y los taxistas que llevan el coche hecho un asco, los relojes de cuco, el correcaminos (me pone nervioso que el coyote no lo pueda coger), los zapatos de suela dura, los mosquitos que zumban junto a mi oído por la noche, cortarme las uñas (sobre todo, las de los pies), los barberos de mi infancia, el olor de las gallinas y de las sacristías húmedas, la inmensa mayoría de los políticos, la autoridad – civil o militar -, la gente que pasea con sus perros sueltos y no recoge sus heces, los funcionarios amargados o de gesto adusto, las estampitas religiosas (¡me parecen diabólicas!), las colas, la gente que se las salta porque conoce al notas que las controla, la mayoría de la filmografía de Almodóvar, los ventrílocuos (son siniestros), la podredumbre moral de los pudientes, la maldad de los idiotas, los diarios deportivos (eso me coloca casi al borde de un progrom), los precios de los museos (deberían ser gratis), la malaria, el cólera y el beri-beri, la industria farmacéutica, el G-20, el 8 y el 2.000, los sectarios, los que nunca dudan, los coches de dos puertas y los jefes y profesores que me amargaron la existencia. Por el contrario me encantan las mujeres que te cogen de la mano cuando les das lumbre y esos cagaderos de carretera – ya desaparecidos – donde tenías que acuclillarte con tesón y firmeza para no perder el equilibrio.

domingo, 7 de febrero de 2010

El Emperador del Norte


Durante varios años conseguí viajar en tren gratis hasta la Universidad, creo que porque la empresa del ferrocarril, fiel a la forma de solucionar las crisis en el capitalismo, despidió a la mayoría de los revisores y, en general, porque a las horas intempestivas en que yo me montaba los vagones iban atestados de obreros de Altos Hornos, y tampoco era cuestión de ponerse a picar billetes en sitios que venían a semejarse a una versión fabril del camarote de los Hermanos Marx. A cambio uno soportaba el olor a grasa fría, pedos y farias que desprendían aquellos honestos miembros del proletariado, que venían de tomarse un sol y sombra en alguna de las tascas que jalonaban los suburbios de Sestao.
Naturalmente yo me ahorra el importe del desplazamiento, que mi madre me daba religiosamente a primeros de mes, dinero que no recuerdo haber invertido en bolsa o en mi futuro, aunque en cualquier caso se desvaneció fugazmente en los albores de mi juventud.
Con el paso del tiempo, las cosas se fueron poniendo más difíciles (al menos antes las crisis eran cíclicas), y tuve que recurrir a trucos más ingeniosos, como falsificar la fecha de los billetes que recogía de los andenes, o alojarme en los últimos vagones, donde, por la catadura y la estampa de los tipos que viajaban, los revisores – los picas, como los llamábamos – rara vez se atrevían a poner el pie. Recuerdo especialmente a un macarra que tenía la costumbre de patear las palomas que pululaban por el apeadero de Olaveaga, ante la mirada incrédula y espantada de las viejecitas que hacían punto en los balcones. Pero modernizaron los cercanías, empezaron a verse guardias de seguridad (con sus esposas y sus porras al cinto, y su aire de marshalls adustamente patéticos) y a instalar puertas automáticas (el jodido avance tecnológico: si rascan un poco, una estafa de proporciones planetarias), y como dije, la probabilidad de viajar por la cara se fue haciendo cada vez más ardua y peligrosa, como cuando abandonas el campamento base para ascender un ocho mil. Hasta qué punto lo sería que muchas veces, viendo venir al pica, te cambiabas en el siguiente andén de vagón (se suponía que al que ya habías sido revisado por él), pero con el tiempo, advertidos los muy cabrones de nuestra táctica, se quedaban hasta el último segundo en tierra, observando si, después de bajar, intentabas subir de nuevo, cosa que hacíamos a pesar de todo, cruzando la puerta unos segundos antes de que se cerrara (igual que Fernando Rey en French Conecction).
Mal que bien, así fui exprimiendo el dinero que mi sufrida madre me entregaba a costa de la red viaria, emolumentos que empleaba, aquí hay que decirlo todo, no sólo en tomarme algún mísero corto de cerveza, sino en adquirir los primeros libros de lo que ahora es una vasta biblioteca.
Mi hija diría que ahora no me monto en un tren si no llego con una hora de adelanto, después de haber reservado el billete un mes antes y tras haber soportado el rostro agrio y desdeñoso con que te tratan la mayoría de los funcionarios de tuno (¡yo, que les endosaba apodos burlones en mis tiempos salvajes!). Seguramente es así. Pero, a ver cuánta gente puede haber presumido de emular, modestamente, al Lee Marvin de El Emperador del Norte.

lunes, 1 de febrero de 2010

Es fácil escribir sobre los pobres

Es fácil escribir sobre los pobres. Sobre su infortunio, su enajenación, sobre sus zapatos chaplinescos y sus chaquetas desteñidas. Lanzar sobre ellos una mirada llena de piedad (o de misericordia, o de conmiseración) y sentir un nudo en el estómago (que tú imaginas lleno de flemas negras y parásitos). Observarlos cuando caminan de espalda, para que no parezca que te fijas en ellos y puedas suscitar su vergüenza (aunque a lo mejor lo haces para que no se note que hay en tu escrutinio cierto matiz morboso). Pasar junto a ellos con lástima, evitando, eso sí, que a tus narices llegue el tufo innombrable de su cuerpo sin grasa. Yo escribí una vez sobre uno. Fue un artículo muy celebrado, elogiaron su crudeza, su sensibilidad herida y profunda. Hipócritas sin escrúpulos los que escribimos sobre los pobres. Sobre todo cuando rechazan tu limosna y te hablan con la boca espumosa de resentimiento, arrojándote la hiel de su cólera como quien espolvorea incienso podrido sobre el traje de un cardenal. El pobre de mi columna está cada día más enajenado y desde las esquinas mordidas por un viento helado y oscuro, ladra sin compasión, asusta a los niños, hace aspavientos a los peatones que pasan junto a él. Un día me aceptó un cigarrillo y me creí el príncipe generoso, un rey salvando del infierno a su súbdito más descarriado. Ahora recoge colillas del suelo y no acepta más obsequios que los que brotan de las madrigueras. Su cabeza parece un torbellino de zarzas amarillas y el vidrio de sus uñas una pasta de hollín. Hay que apartarse de ese pobre que una noche te saltará al cuello y te desgarrará la papada. Con su mirada alucinada y terrible, convertido en una gárgola viva, bailando un claqué siniestro junto a la puerta del supermercado. Si yo fuera pobre, acabaría siendo como él, aullaría en las noches frías mi desesperanza jocosa. Este pobre se ha negado a que lo recojan las asistentes sociales y la patrulla policial pasa de largo cuando lo ve. Huele a humo porque duerme entre leños y cascotes robados en las obras. Lleva dos inviernos resistiendo en pie, sacando unas perronas para su dieta, que consiste en sardinas en lata y una botella de anís. Cuando entra en los colmados, la gente lo mira con pavor y aguanta las arcadas. No tiene nombre, ni edad, ni pasado que lo redima. Como un perro, como un perro sarnoso acabará tumbado en el chaflán de mi casa. De momento, nada lo doblega. Ni siquiera los ángeles lo doblegan. La tristeza más amarga del mundo le va devorando poco a poco la herrumbre de sus huesos.
En mi piso hace calor y, después de cenar copiosamente, me he calzado las zapatillas.