El médico personal de Cabrera Infante le solía recriminar al célebre escritor su actitud quejosa y aprensiva y el cubano, cuando se hartaba de tanto reproche, le decía: “¡Joder, los hipocondríacos también se mueren!”. Yo paso por ser un hipocondríaco contumaz (no diré que un buen escritor), pero hubo una época en que tuve motivos para hacer honor a mi fama de pupas gracias al misterio de mis narices: por algún motivo insondable yo tendía a tenerlas perpetuamente congestionadas, pero no con unos mocos fluidos o más o menos viscosos, sino con una secreción de densidad sebosa que me impedía dormir en paz. Los doctores se tomaban el asunto como un reto y probaban conmigo toda suerte de dispositivos diabólicos. Un afamado otorrino de Bilbao estuvo varios años achicharrándomelas semanalmente, con un aparato que, para que se hagan idea, era como una versión diminuta de ese pararrayos que chisporrotea salvajemente en el momento en que el monstruo de Frankenstein entra en vida. El muy cabrón a veces llevaba a colegas a su despacho durante las sesiones y explicaba las bondades de su método mientras la consulta se llenaba de olor a carne quemada. No fue ese el único psicópata que me tocó las narices, pues años después, también otro prestigioso y, por supuesto, oneroso otorrino, me introdujo en sendas fosas, y sin anestesia, una aguja de proporciones considerables, atravesándome los senos paranasales para, según sus palabras, despejar mis conductos de una masa purulenta resistente a los antibióticos. Por lo que me contó un primo médico, ahora podría ejercer de fakir deslizando una aguja de coser por mis napias hasta rozar la base del cerebro. Lo que me asombró en aquel instante de terror quirúrgico-gótico, no fue tanto el dolor indescriptible que me provocó aquel remedo de Dr. Mabusse, como que yo apenas gritara de la perplejidad que me producía estar allí inmóvil y sin aplastarle los huevos, mientras una enfermera con bigote me sujetaba la cabeza como si fuese un conejo presto a ser degollado. Benditos galenos. El caso es que alguien me dijo que si cambiaba de clima a lo mejor se me quitaba el mal y tiempo después, respirando el aire puro de León, mis narices se abrieron caprichosamente al mundo.
Lo paradójico de todo esto es que yo acabé estudiando un año de medicina.
Pero esa es otra historia.
Lo paradójico de todo esto es que yo acabé estudiando un año de medicina.
Pero esa es otra historia.
Mirá que me han hecho mil cosas en la nariz (y sin contar las que he hecho yo!), pero por suerte no pasé por tus experiencias.
ResponderEliminarBuen blog!
En aquel Bilbao me temo que la congestión nasal era inevitable, señor Paz. Lo que consiguieron aquellos médicos fue provocarte una congestión escrotal, por lo que veo.
ResponderEliminarEs congénito, yo me contentaba ir enseñando los mocos del pañuelo a la gente de clase y claro, no me comía un rosco, los tíos del instituto no tienen ni idea de mocos.
ResponderEliminarLa cosa es que la enfermedad es congénita y sí, a mi también se me quitó con el cambio de aires. Y de vida, qué coño, puede que en la sangre de los Paz, desde los celtas que llegaron a Galicia a dejarnos los ojos azules, esté una necesidad de cambiar de aires. Atiende que llegas pronto a los 50, y os veo a madre y a ti mudando muebles y libros a Madeira.
No sería rinitis? Mi hija parece q sufre de eso, y no hay manera de curarla. Si la mando a Madeira se le pasará? Qué cosas...
ResponderEliminarAsí que estudiaste un año de medicina? Pues doctor Paz es un nombre cojonudo para un forense.
ResponderEliminarAbad, el sepulturero...
ResponderEliminar