Durante varios años conseguí viajar en tren gratis hasta la Universidad, creo que porque la empresa del ferrocarril, fiel a la forma de solucionar las crisis en el capitalismo, despidió a la mayoría de los revisores y, en general, porque a las horas intempestivas en que yo me montaba los vagones iban atestados de obreros de Altos Hornos, y tampoco era cuestión de ponerse a picar billetes en sitios que venían a semejarse a una versión fabril del camarote de los Hermanos Marx. A cambio uno soportaba el olor a grasa fría, pedos y farias que desprendían aquellos honestos miembros del proletariado, que venían de tomarse un sol y sombra en alguna de las tascas que jalonaban los suburbios de Sestao.
Naturalmente yo me ahorra el importe del desplazamiento, que mi madre me daba religiosamente a primeros de mes, dinero que no recuerdo haber invertido en bolsa o en mi futuro, aunque en cualquier caso se desvaneció fugazmente en los albores de mi juventud.
Con el paso del tiempo, las cosas se fueron poniendo más difíciles (al menos antes las crisis eran cíclicas), y tuve que recurrir a trucos más ingeniosos, como falsificar la fecha de los billetes que recogía de los andenes, o alojarme en los últimos vagones, donde, por la catadura y la estampa de los tipos que viajaban, los revisores – los picas, como los llamábamos – rara vez se atrevían a poner el pie. Recuerdo especialmente a un macarra que tenía la costumbre de patear las palomas que pululaban por el apeadero de Olaveaga, ante la mirada incrédula y espantada de las viejecitas que hacían punto en los balcones. Pero modernizaron los cercanías, empezaron a verse guardias de seguridad (con sus esposas y sus porras al cinto, y su aire de marshalls adustamente patéticos) y a instalar puertas automáticas (el jodido avance tecnológico: si rascan un poco, una estafa de proporciones planetarias), y como dije, la probabilidad de viajar por la cara se fue haciendo cada vez más ardua y peligrosa, como cuando abandonas el campamento base para ascender un ocho mil. Hasta qué punto lo sería que muchas veces, viendo venir al pica, te cambiabas en el siguiente andén de vagón (se suponía que al que ya habías sido revisado por él), pero con el tiempo, advertidos los muy cabrones de nuestra táctica, se quedaban hasta el último segundo en tierra, observando si, después de bajar, intentabas subir de nuevo, cosa que hacíamos a pesar de todo, cruzando la puerta unos segundos antes de que se cerrara (igual que Fernando Rey en French Conecction).
Mal que bien, así fui exprimiendo el dinero que mi sufrida madre me entregaba a costa de la red viaria, emolumentos que empleaba, aquí hay que decirlo todo, no sólo en tomarme algún mísero corto de cerveza, sino en adquirir los primeros libros de lo que ahora es una vasta biblioteca.
Mi hija diría que ahora no me monto en un tren si no llego con una hora de adelanto, después de haber reservado el billete un mes antes y tras haber soportado el rostro agrio y desdeñoso con que te tratan la mayoría de los funcionarios de tuno (¡yo, que les endosaba apodos burlones en mis tiempos salvajes!). Seguramente es así. Pero, a ver cuánta gente puede haber presumido de emular, modestamente, al Lee Marvin de El Emperador del Norte.
Naturalmente yo me ahorra el importe del desplazamiento, que mi madre me daba religiosamente a primeros de mes, dinero que no recuerdo haber invertido en bolsa o en mi futuro, aunque en cualquier caso se desvaneció fugazmente en los albores de mi juventud.
Con el paso del tiempo, las cosas se fueron poniendo más difíciles (al menos antes las crisis eran cíclicas), y tuve que recurrir a trucos más ingeniosos, como falsificar la fecha de los billetes que recogía de los andenes, o alojarme en los últimos vagones, donde, por la catadura y la estampa de los tipos que viajaban, los revisores – los picas, como los llamábamos – rara vez se atrevían a poner el pie. Recuerdo especialmente a un macarra que tenía la costumbre de patear las palomas que pululaban por el apeadero de Olaveaga, ante la mirada incrédula y espantada de las viejecitas que hacían punto en los balcones. Pero modernizaron los cercanías, empezaron a verse guardias de seguridad (con sus esposas y sus porras al cinto, y su aire de marshalls adustamente patéticos) y a instalar puertas automáticas (el jodido avance tecnológico: si rascan un poco, una estafa de proporciones planetarias), y como dije, la probabilidad de viajar por la cara se fue haciendo cada vez más ardua y peligrosa, como cuando abandonas el campamento base para ascender un ocho mil. Hasta qué punto lo sería que muchas veces, viendo venir al pica, te cambiabas en el siguiente andén de vagón (se suponía que al que ya habías sido revisado por él), pero con el tiempo, advertidos los muy cabrones de nuestra táctica, se quedaban hasta el último segundo en tierra, observando si, después de bajar, intentabas subir de nuevo, cosa que hacíamos a pesar de todo, cruzando la puerta unos segundos antes de que se cerrara (igual que Fernando Rey en French Conecction).
Mal que bien, así fui exprimiendo el dinero que mi sufrida madre me entregaba a costa de la red viaria, emolumentos que empleaba, aquí hay que decirlo todo, no sólo en tomarme algún mísero corto de cerveza, sino en adquirir los primeros libros de lo que ahora es una vasta biblioteca.
Mi hija diría que ahora no me monto en un tren si no llego con una hora de adelanto, después de haber reservado el billete un mes antes y tras haber soportado el rostro agrio y desdeñoso con que te tratan la mayoría de los funcionarios de tuno (¡yo, que les endosaba apodos burlones en mis tiempos salvajes!). Seguramente es así. Pero, a ver cuánta gente puede haber presumido de emular, modestamente, al Lee Marvin de El Emperador del Norte.
Me encantaria poder emularle cada vez que voy a León de visita y me cuesta 80 euros la broma!XD
ResponderEliminarNi lo intente: en estos tiempos le acusarían de algún acto de terrorismo, seguro.
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