Había llegado el verano y empezaban las fiestas a lo largo y ancho de Babia. Me monté en el coche de M., que estaba radiante, y me anunció que antes de ir al baile pararíamos a cenar en casa de sus tíos. Pero sí yo ya he cenado, le dije. Levantó el pie del embrague y mirándome como si fuese un marciano, o peor aún, un proscrito sin honor ni escrúpulos, me recordó: Aquí, en Babia, si hace falta, se cena dos veces. La noche fue un itinerario de patas de cordero y roscones, cubatas y música verbenera, para acabar en una discoteca cutre donde dos amigas de M. (tú apriétalas como si te fuera la vida en ello, me conminó) se prestaron a bailar y beber con nosotros, sin importarles demasiado que nuestras erecciones fuesen una evidencia física que desmentía la fuerza de la gravedad. Yo tenía quince años. Hasta que una de ellas, mientras sonaba Roxanne, se burlase comentando que aquella canción era una mierda y yo me preguntase qué diablos hacía pegado a una hembra con el cerebro de un guisante como un pulpo en celo. Conseguí que alguien me devolviese a casa de mis abuelos haciendo autoestop, y al abrir la cancela e internarme en el jardín, pensé que no tenía remedio, que nunca me llevaría a una chica a la cama y que mis esfuerzos por orinar entre un macizo de malvas, se parecían a los de Tántalo subiendo la roca con que habían castigado su humana soberbia los dioses. Era una noche como la pulpa de un durazno oscuro, en ramas de savia negra, como un barreño rebosando de tinta azul. Nunca volví a ver aquellas estrellas colgadas sobre mí, estiré el brazo con la intención de tocarlas, juro que me abrazaban, que me rozaban la frente y los párpados helados. Sentía el alcohol fluyendo por mis venas y el aliento flotante que salía de mis labios, estaba a un paso de quedarme allí, sentado en un tocón, esperando a que la noche me envolviera en su dulzura gélida y mortal. La luz de mi habitación estaba encendida y mi abuela había calentado la cama. El colchón que se hundiría al sentir mi peso, las sábanas blancas y almidonadas, la opulencia de las mantas aislándote del mundo. Conseguí subir y meterme dentro, no me dejé morir de frío en el jardín, habría de dormir aquella noche, y otras muchas, lejos de un mundo inhóspito, como un animal joven y vulnerable compartiendo su lujuria blanca con las últimas estrellas.
lunes, 15 de febrero de 2010
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Bueno, esto sí q es bonito... Me ha encantado.
ResponderEliminarAlcoholismo quinceañero o cómo mi padre fue "uno de esos" pulpos. Que pringao, yo las noches babianas las pasé siempre en compañía y claro, con la siempre presente Silieta de la abuela -como buen miembro de la stasi- tras la cortina de las moscas.
ResponderEliminarTú eras de otra generación, pollita: había que vigilarte más de cerca.
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