Sin ningún género de dudas, y sin menoscabo de otras virtudes que han ido templando mi carácter y convirtiéndome en un hombre de provecho, yo fui un bebé sosegado, obediente y cariñoso. Comía a las horas, me dejaba poner gorritos de lana con lazos y cenefas, permitía que las viejas me pellizcaran los carrillos sin rechistar, aprendí a controlar mis esfínteres a edad temprana y, fuera de una noche en la que desperté con mis berridos a media comunidad por un espantoso dolor de estómago (que mi padre, siguiendo alguna costumbre arcana de su aldea, calmó untándome el abdomen con tocino), dormía en mi cuna profunda y angelicalmente. Las fotos de la época retratan a un niño delicioso y feliz, de aspecto sano y robusto. Una mañana en la que mi madre preparaba la papilla, me subí a una banqueta y me asomé a la ventana del salón, supongo que con la heroica intención ver el mundo desde una altura de tres pisos. Mis piernas se balanceaban en el aire y la mitad de mi cuerpo se quedó apoyado sobre un alféizar azulejado y resbaladizo donde la vecina del cuarto, al sacudir el mantel, había arrojado migas de pan. Cuando mi madre regresó, se quedó mirando aterrorizada el espectáculo, pero un sexto sentido la hizo taparse la boca con las manos y evitar que, con su grito, yo me fuera directo al otro barrio. Seguramente, si hubiese dejado escapar una sola sílaba, por tenue que fuese, yo me hubiera movido asustado, para convertirme segundos después en algo así como esos muñecos desarticulados que vemos arrojados, con la cabeza por un lado y los miembros por el otro, en los contenedores de la basura: un guiñapito de sangre y huesos aplastados en la calle, con un buñuelo de sesos esparcidos por la acera. En lugar de eso, se desplazó veloz pero silenciosamente y me tomó entre sus brazos jóvenes y asustados.
Actualmente mi madre habla mucho, muchísimo, como una cotorra, como una de esas presentadoras locuaces de Les Folies Bergeré, cuando la veo la miro con resentimiento y a menudo le suplico que se calle unos instantes. Cuando me llama por teléfono, a veces dejo el auricular posado un rato en el aparador, mientras atiendo otros asuntos. No me suele hacer demasiado caso, pero en ocasiones consigo que permanezca unos minutos callada, o refrene su discurso desaforado y vertiginoso.
También, algunos días, la sigo viendo en aquella puerta, controlando el horror que pugnaba por salir de su garganta, en el silencio cegador de una mañana de julio.
Actualmente mi madre habla mucho, muchísimo, como una cotorra, como una de esas presentadoras locuaces de Les Folies Bergeré, cuando la veo la miro con resentimiento y a menudo le suplico que se calle unos instantes. Cuando me llama por teléfono, a veces dejo el auricular posado un rato en el aparador, mientras atiendo otros asuntos. No me suele hacer demasiado caso, pero en ocasiones consigo que permanezca unos minutos callada, o refrene su discurso desaforado y vertiginoso.
También, algunos días, la sigo viendo en aquella puerta, controlando el horror que pugnaba por salir de su garganta, en el silencio cegador de una mañana de julio.
Niño temerario amante del silencio...en aquella ventana aprendiste a sobrevivir con el silencio...despues tu madre empezo a hablar...ahora te das cuenta de que te salvo el que en ese momento se callara y no gritara...ahora habla y habla (como todas las madres) y el auricular queda posado lejos de tu oido mientras imaginas que estas otra vez en aquel silencio de aquella ventana que jamas te vio caer...
ResponderEliminarCabrón y resentido, mejor diálogo que el silencio no habrá ni haylo""
ResponderEliminarun saludoo
Luego bien que pones a la pobre abuela a caldo cuando cuenta como os cebaba con yema de huevo y quinito. Menudas lorzas, si te llegas a caer por la ventana, rebotas.
ResponderEliminarTienes que dejar de ver a Haneke: distorsiona malévolamente tu percepción de la realidad.
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