En aquella época el Fondo Social Europeo todavía nos pagaba viajes de intercambio trasnacional y el primer sitio al que tuve que acudir con Nuria fue a Marsella, ciudad de la que guardo dos imágenes antagónicas: la del taxista sugiriéndome que echara una carrera hasta el hotel si apreciaba mi pellejo y la bocana del puerto, donde imaginé a un grupo de muchachos morenos zambulléndose en el agua en busca de piedras preciosas. Los primeros en recibirnos fueron unos alemanes enormes – descomunales – con los que simpatizamos rápidamente, aunque se empeñaban en que yo bebiese la misma dosis de cerveza que ellos, unas pintas espumosas e interminables que casi me rozaban la barbilla. Después conocimos a nuestros anfitriones, y allí estaba Nasser, que enseguida se convirtió en el alma del grupo, porque era un hombre jovial y cautivador, y porque, no sé cómo, se las arreglaba para hablar en varias lenguas a la vez sin perder la compostura. Íbamos allí a trabajar, pero cuando llegaba la noche, a nuestro amigo Nasser se le iluminaban los ojos, y con su pelo entrecano adquiría un aire de chansonnier galante, aunque uno, en su bigote rizoso, le adivinaba reflejos argelinos, sobre todo cuando sacaba a bailar a las chicas como un tanguista seductor y voraz. Lo volví a ver en otros países, en la propia España, donde se sentía como en casa, decía, mientras los demás pensábamos que, en el fondo, Nasser desdeñaba la adversidad y se tomaba con ironía el lado sombrío de las cosas.
Me dijeron que llevaba un tiempo enfermo y que ayer expiró en su ciudad, Marsella. Tenía una voz ronca y evocadora y soy capaz de recordar nítidamente cada uno de los rasgos de su cara, los hoyuelos cuando se reía, su mentón recio, el brillo profundo y alegre de su mirada. Pero, ignoro la razón, sin haberlo conocido en su juventud, cuando pienso en Nasser lo veo nadando en aquellas aguas tranquilas del puerto, como esos muchachos imaginarios que se lanzaban desde el malecón, el día que llegué, buscando pedazos de ámbar.
Me dijeron que llevaba un tiempo enfermo y que ayer expiró en su ciudad, Marsella. Tenía una voz ronca y evocadora y soy capaz de recordar nítidamente cada uno de los rasgos de su cara, los hoyuelos cuando se reía, su mentón recio, el brillo profundo y alegre de su mirada. Pero, ignoro la razón, sin haberlo conocido en su juventud, cuando pienso en Nasser lo veo nadando en aquellas aguas tranquilas del puerto, como esos muchachos imaginarios que se lanzaban desde el malecón, el día que llegué, buscando pedazos de ámbar.
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