Es fácil escribir sobre los pobres. Sobre su infortunio, su enajenación, sobre sus zapatos chaplinescos y sus chaquetas desteñidas. Lanzar sobre ellos una mirada llena de piedad (o de misericordia, o de conmiseración) y sentir un nudo en el estómago (que tú imaginas lleno de flemas negras y parásitos). Observarlos cuando caminan de espalda, para que no parezca que te fijas en ellos y puedas suscitar su vergüenza (aunque a lo mejor lo haces para que no se note que hay en tu escrutinio cierto matiz morboso). Pasar junto a ellos con lástima, evitando, eso sí, que a tus narices llegue el tufo innombrable de su cuerpo sin grasa. Yo escribí una vez sobre uno. Fue un artículo muy celebrado, elogiaron su crudeza, su sensibilidad herida y profunda. Hipócritas sin escrúpulos los que escribimos sobre los pobres. Sobre todo cuando rechazan tu limosna y te hablan con la boca espumosa de resentimiento, arrojándote la hiel de su cólera como quien espolvorea incienso podrido sobre el traje de un cardenal. El pobre de mi columna está cada día más enajenado y desde las esquinas mordidas por un viento helado y oscuro, ladra sin compasión, asusta a los niños, hace aspavientos a los peatones que pasan junto a él. Un día me aceptó un cigarrillo y me creí el príncipe generoso, un rey salvando del infierno a su súbdito más descarriado. Ahora recoge colillas del suelo y no acepta más obsequios que los que brotan de las madrigueras. Su cabeza parece un torbellino de zarzas amarillas y el vidrio de sus uñas una pasta de hollín. Hay que apartarse de ese pobre que una noche te saltará al cuello y te desgarrará la papada. Con su mirada alucinada y terrible, convertido en una gárgola viva, bailando un claqué siniestro junto a la puerta del supermercado. Si yo fuera pobre, acabaría siendo como él, aullaría en las noches frías mi desesperanza jocosa. Este pobre se ha negado a que lo recojan las asistentes sociales y la patrulla policial pasa de largo cuando lo ve. Huele a humo porque duerme entre leños y cascotes robados en las obras. Lleva dos inviernos resistiendo en pie, sacando unas perronas para su dieta, que consiste en sardinas en lata y una botella de anís. Cuando entra en los colmados, la gente lo mira con pavor y aguanta las arcadas. No tiene nombre, ni edad, ni pasado que lo redima. Como un perro, como un perro sarnoso acabará tumbado en el chaflán de mi casa. De momento, nada lo doblega. Ni siquiera los ángeles lo doblegan. La tristeza más amarga del mundo le va devorando poco a poco la herrumbre de sus huesos.
En mi piso hace calor y, después de cenar copiosamente, me he calzado las zapatillas.
En mi piso hace calor y, después de cenar copiosamente, me he calzado las zapatillas.
Tenia yo ganas de poder firmar al señor Paz, le habia leido muchas veces pero gracias a las bondades de mi ordenador no me podia hacer socio de esta extraña red de sentimientos escritos.
ResponderEliminarAhora se a quien ha salido sara, no se ofenda. xd
Un saludo, espero que me de su opinion sobre mi modesto y recien nacido blog!
"...y, sobre todo, no se lo gaste Vd. en vino" dicen las damas bien pensantes. ¡Por favor! Qué le queda a un pobre sino ser sucio, borracho y malo.
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