Perdí a una edad temprana un dinero que no tenía, participando en un juego de mesa del que ya no recuerdo ni el nombre. Nunca tuve maneras de tahúr, ni fisonomía, ni el carácter que se asocia a un jugador curtido: su calma proverbial, el pulso firme, la mirada inexpresiva de quien se tira un farol. Sin embargo, creo que sería capaz de quemar todas mis naves en un envite y perder el honor en un momento de éxtasis. Convertirme en un ser abyecto por un mazo de cartas manchadas y salir de una timba con los pantalones bajados. Corromper mi espíritu por contar con una ficha más. Si confieso esto la gente no me cree, pero podría llegar a ser muy miserable. Alcanzar esa hora en que la ginebra sabe a ceniza y los colibríes rebotan en tu cabeza como balas invisibles. Salir de un garito tambaleándote más allá de la desesperación. Hay algo subyugante en exprimir hasta el último chavo y saber que nadie rezará por ti. La calle helada como una morgue y un bulbo de cemento en tu nuca. El susurro del Jaguar de quien te ha ganado la última mano. Sólo los jugadores que apuestan el alma saben lo que eso significa: algo en la vida, en el núcleo de la vida, huele igual que los bolsillos de los perdedores.
miércoles, 16 de febrero de 2011
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
La vida misma, entera, huele que apesta, pero nosotros mismos estamos en el contenido, somos la causa y motivo. Tú, yo..., insignificantes seres, ¿qué hacer para que en la jugada no nos dejen con los bolsillos... podridos?
ResponderEliminarTe envio un abrazo sin contaminar, oliendo a tierra fresca y mar.
Geles
Qué hermoso, Geles. Un abrazo
ResponderEliminarPues a mí no me gusta jugar. Bastantes cosas te va robando la vida para ir perdiéndolas por deporte. Yo es q soy muy sosa.
ResponderEliminarEl único juego de cartas que no me fascina son las cartas de amor. ¿Acaso no son todas iguales?
ResponderEliminarEn cambio a mí me gusta tanto el juego que hasta el juego de las cartas de amor me gusta!
ResponderEliminar