Hubo una época en la que, por edad, motivos pecuniarios o simple bochorno, buscaba desesperadamente la forma en que alguien compartiese mi devoción por el cine. Convencimos a mi padre para que nos llevase a ver La Guerra de las Galaxias al Astoria, que entonces era la sala más suntuosa y enorme de Bilbao, y al salir, obnubilado por tanto rayo láser, el pobre hombre, que apenas toleraba alguna crónica en blanco y negro de Pepe Isbert, tomó una salida errónea y casi nos traslada huyendo del inicuo Darth Vader a la periferia de San Sebastián. Engañé a mi hermana para que viniese a ver Tiburón (mi madre siempre fue muy equitativa en los obsequios), diciéndole que era una comedia de sol y playa, y hoy es el día que ninguno de los dos nos atrevemos a nadar donde no hagamos pie y ella, con un rencor memorioso, me sigue recordando que mi mentira será siempre una infamia acuática imperdonable. En mi época de flower power, persuadí a un colega de la necesidad de asistir al estreno de Gandhi y cuando, en la escena en que docenas de no violentos soportan estoicamente que los muelan a palos con unas varas macizas, nos entró la risa floja, lo que provocó la indignación de todos los espectadores y que casi nos expulsaran del cine. En cierta ocasión, tuve la ocurrencia de ir a ver con mi novia Los muertos, de Huston, y como quiera que se durmiese o no parase en el asiento – no lo recuerdo muy bien -, salimos de allí enfadados, ella por lo que consideraba un pestiño y yo por su falta de criterio y sensibilidad.
Desde entonces opté muchas veces por acudir al cine completamente solo e incluso he llegado a ver películas sin más espectadores que el que esto escribe. Una vez me ofrecieron la posibilidad de ver otra película, junto a una entrada gratis para otra sesión, por no proyectar la que había ido a ver para mi solito, y aproveché la oportunidad para saborear El marido de la peluquera.
Ahora voy cada vez menos al cine y de un tiempo a esta parte, sobre todo cuando se trata de películas de miedo o de animaciones tipo píxar, espero a que Sara se venga de Madrid y, con el pretexto de las palomitas y las entradas gratis, consigo que venga conmigo. Si se muestra reacia, le recuerdo la de veces que yo la acompañé en su niñez, bla, bla y la chantajeo con cierto grado de vileza. Lo que ella no sabe es que cuando la llevaba al cine de pequeña, no lo hacía con desidia, sino que disfrutaba del evento doblemente: de la película, que en soledad – de no querer pasar por chiflado o pederasta – no hubiera podido ir a ver; pero especialmente de su mirada, el modo prodigioso, absorbente y lleno de candor con que observaba aquellas imágenes mágicas e irrepetibles.
vaya, que raro, se te olvidó contar lo de que cuando yo te recomiendo una película (llamémosla ...) me pones cara de burguéspedantesabelotodo y pasas para, semanas después, sorprenderme con un:
ResponderEliminar- a Sara, pues he leído en "Dirigido por" una crítica fantástica de... ¿no te suena, no?
Así que no vayas tanto de padre guay.
Cría cuervecillos...
ResponderEliminarEs que el cine cine es un placer solitario, igual que la conducción, el sexo, y robar revistas en los aeropuertos. Y feliz año, M, carajo.
ResponderEliminarMe decido a poner mi comentario porq Nacho puso el suyo, ya q me da como corte invadir la intimidad de los dos post de un padre y una hija (por ciento, bonito nombre).
ResponderEliminarBueno, a lo q iba: recuerdo con especial rencor hacia mi hija una película de dibujos espantosa, "Pulgarcita", q me tuve q tragar entera a base de palomitas. Ahora q ella es adulta y tiene cierto tipo de raciocinio, aún se parte las tripas cuando lo mencionamos. Ni a ella le gustó.
Anoche ví "Avatar" en 3D. No es q el 3D me guste mucho, q soy más de pantalla grande pero normal. Pero la peli es una pasada.