Camús era un entusiasta del fútbol y muchos intelectuales españoles tardaron años en quitarse el complejo de confesar públicamente que a ellos también les gustaba. Yo admito que he gozado con partidos gloriosos, aunque no pueda afirmar que fuesen muchos, y ni siquiera nacionales. Siendo universitario V., que era socio de un club de segunda división, además de autor de cuadros expresionistas que le hicieron ganar varios premios, me invitó a ver uno en directo y como me pareció una experiencia interesante, le acompañé como un forofo más al campo del Sestao. Lo primero que vi me hizo recordar una sentencia de mi padre (“sólo son veinte tipos en calzón corto corriendo detrás de un balón”), pero lo que siguió después confirmó todas mis sospechas: allí estaban aquellos mocetones de piernas peludas dándose patadas a diestro y siniestro, el árbitro de luto y fondón, el público enfebrecido y los linieres esquivando escupitajos. Me quedo corto si digo que yo estaba como hipnotizado, sin creerme que todo lo que uno imagina que sucede en un partido (sobre todo los feroces insultos que dirigían al colegiado los hinchas, donde las palabras hijo de puta, maricona y mamón era lo más suave que podías escuchar) era completamente verídico, por lo que me pasé la hora y media dando codazos a V., al igual que un neófito que penetra por primera vez la jungla y acosa al explorador más ducho cada vez que ve algo excepcional. ¡Mira a ese viejo, por Dios!, le gritaba a mi amigo tirándole por el codo, ¡le quiere dar con el paraguas al linier! O bien: ¿Pero tú has visto al defensa? ¡Si el otro no se aparta le arranca la cabeza! Ya digo, así durante todo el encuentro, disfrutando como un tribuno de la barbarie, sin dar crédito a la suerte que había tenido al ser testigo de semejante espectáculo. No sé la de veces que se lo agradecí a V. a la salida del campo, evocándole como un niño mi experiencia virginal (sobre todo lo del viejo iracundo y el paraguas, la de veces que se lo dije), riéndome una y otra vez de los rostros encolerizados de aquellos aficionados que, bandera en ristre, regresaban a sus casas como honestos padres de familia. Mi amigo iba callado, pensé yo que era por el pírrrico cero a cero del marcador final, por lo que traté de consolarle de cualquier modo, incluso le invité a una cerveza que él rechazó. Tardamos en volver a vernos, estábamos en Facultades muy alejadas entre sí, pero aunque yo seguí acudiendo a sus exposiciones, y con el tiempo compartimos alguna copa juntos, jamás me volvió a regalar una entrada para un partido de fútbol.
domingo, 17 de enero de 2010
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Incluso en esto llevaba razón Camús, y no el sibilino Sartre. ¿Alguien se imagina a Sartre jugando de mediapunta? Ahí empezó la izquierda su camino al Gólgota, me temo.En fin, si ser aficionado al fútbol es muestra de deficiencia mental, que conste al menos que yo soy de la Real. Por si desgravara en el juicio final.
ResponderEliminarSin duda, ser del Athleti y de la Real da prerrogativas celestiales.
ResponderEliminarEl Sestao, ese gran equipo.
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