lunes, 11 de enero de 2010

Alguien sin pasado

Me acuerdo de Teolindo. Lo llamaban Lindo, por abreviar, a lo mejor también porque era un gallego que apenas se alzaba metro y medio del suelo, y era menudo, y en su oficio, rodeado de albañiles corpulentos, parecía tener la complexión de uno de esos pajarillos nerviosos que pululan escurridizos por la ciudad. Sin embargo, era fibroso, tenía una fuerza considerable en aquellos brazos endurecidos y soleados, que siempre llevaba al aire, ajeno a las inclemencias, la camisa de cuadros arremangada por encima del codo, fuese en el solsticio de invierno o en el solsticio de verano. Me acuerdo mucho de Lindo porque siempre lo veía alrededor de mi padre, desde que yo era un crío, sentado a su lado en la furgoneta, regresando juntos del trabajo, mi padre con su uno setenta y cinco y sus ojos azules mirando al frente con parsimonia, Lindo pegado a su costado, las manos siempre en los bolsillos, el pelo levantisco con motas de yeso o de cal, y una pequeña sonrisa, que tenía algo de sátiro, prendida en la boca. Mi padre siempre tuvo perros de caza y Lindo los cuidaba como si fuesen sus hijos, pienso en una setter que se llamaba Ira, con la que abatí mi primera pieza, era una perra maravillosa, Lindo la sacaba a dar largos paseos, una vez se le cayó del transbordador del Puente Colgante y casi le da un patatús, al pobre Lindo, que estuvo a punto de arrojarse a la ría si no se lo impiden, menos mal que la perra empezó a bracear y llegó por sus propios medios a la otra orilla. Lindo vivía solo, debía tener un hermano en Suiza, o quizá fuese Alemania, no sé, su única familia era una madre a la que iba a ver un par de veces al año, una de esas mujeres que nunca habían salido de la aldea, un mal día falleció y Lindo dejó de ir a Galicia, mi padre decía que no había querido hablar del asunto, ni siquiera nos dio la fecha del entierro, enmudeció durante una temporada, aunque él no era de hablar demasiado, si acaso para reírse un poco de los pomposos, y de la vida y de sus quehaceres monótonos y absurdos. Un día me recogieron los dos en la Universidad, me abrasaba la fiebre y tenía que hacer un examen, según me acercaba hasta la furgoneta pude ver el rostro de fauno de Lindo pegado a la ventana, observando a las parejas que retozaban en el campus, a los jóvenes fumando canutos, los futuros arquitectos o fiscales durmiendo en la hierba, los privilegiados de una sociedad inalcanzable que él miraba con una mezcla de ironía y fascinación. Lindo se suicidó una mañana húmeda camino de la Arboleda, donde solía ir a pasear mucho con la Ira, no le hizo falta subirse muy alto, llevaba una soga que anudó con fuerza en una rama que estaba allí esperándolo. A mi padre se le oscurece el rostro cuando hablamos de él, a pesar de que han transcurrido muchos años, por qué haría tal cosa, murmura ensimismado, y se queda mirando el vacío con sus ojos azules, como si buscase una respuesta, a medio camino entre la postración y una sorpresa crispada y dolorida. Yo me acuerdo a menudo de él, de Teolindo, jamás había hecho mal a nadie, inofensivo y leal, guardaba el dinero entre los calcetines cuando iba a Galicia, no acudió a mi boda y fue el más generoso de los invitados, era tan pequeño cuando andaba solo por la calle, me duele pensar que no puedo preguntar ya por él, maldita sea, dan ganas de tirar piedras al cielo. Ni siquiera sé bien dónde nació; tampoco sé si un día me atreveré a preguntárselo a mi padre, que lo quería, después de tanto tiempo. Imagino, y al hacerlo me sube una araña por el pecho, que no le dieron un entierro digno.

3 comentarios:

  1. Buen relato Miguel, me ha gustado bastante. Te sigo leyendo...

    Un cordial saludo.

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  2. Gracias, muchacho, seguiremos: aunque sea una falta de pudor, todo lo que cuento aquí es cierto

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  3. Tu padre y tú le habéis dado toda la dignidad del mundo. Y cariño. Y la única inmortalidad posible: el recuerdo vuestro q ahora nos transmites.
    Un besico.

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