Hoteles con cabeceras de latón y azulejos desconchados, hoteles turbios, apolillados, sucios como vértebras polvorientas en el osario de la ciudad; hoteles donde una portera sonámbula y pintarrajeada te despierta a las tres de la mañana, pensando que son las ocho y media; el hotel donde el conserje se equivoca de habitación y creyéndola libre pilla a mi amigo jodiendo y el pobre hombre, con impremeditada coherencia, exclama: “¡Está ocupado!”; pensiones donde follas durante coitos interminables, pero no por un plus de virilidad, o porque recuerdes las erecciones insensibles de Henry Miller, sino porque no te concentras, oyes el lamento de las tuberías, te acuerdas del tipo de recepción, no tenía cuello, su cráneo era puntiagudo, parecía el proyectil de un mortero vietnamita; hoteles en Francia con un retrete empotrado en un paño de la pared; un hotel en Escocia que daba, melancólicamente, a una bahía de fantasmas y náufragos; hoteles heroicos, arrabaleros, troskistas; pensiones con jofainas desportilladas y cucarachas lustrosas; hoteles de pasado trágico, con olores moribundos, rancios, almizcleros, imposibles de tolerar; hoteles decrépitos de sábanas apelmazadas; y por supuesto el Parador de Baiona, al que fuiste gracias a un premio literario, y donde te sentiste como un marqués, mientras saboreabas frente al mar el mejor gintonic de tu vida.
viernes, 5 de junio de 2009
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¡Me gustan tanto los hoteles que hasta trabajaría en uno!
ResponderEliminarMe encantan los hoteles. Aunque siempre depende de la compañía. Al texto le falta el olor.
ResponderEliminarSaludos de alguien que sueña con la habitación 2046.