Durante un tiempo pensé seriamente en dejar los estudios y hacerme a la mar. Incluso hice algunas gestiones en una compañía naviera de Bilbao. Era consciente de que mis funciones, en un barco, no pasarían de fregar cacerolas o quitar las rebarbas de paneles de latón. O cosas peores, que no quiero imaginar, en el mefítico mundo de los fogoneros. Todo esto me suena hoy a negligencia romántica, a sueños sin pies ni cabeza. Seguramente, de cometer semejante locura, me hubiera desollado las manos y agriado mi débil carácter. Es posible que algún marinero bizarro me hubiese arrojado por la borda en una noche de niebla. Solía ver entrar los barcos a la hora del crepúsculo, desde un malecón golpeado tenazmente por el viento. Las gabarras, lentas y panzudas, los movían con mimo. Era una contradanza poderosa, llena de majestad. Se me humedecía el rostro por culpa de la espuma que rozaba las losas del faro. Podía pasarme las horas allí, como un idiota. Pero qué hermosos eran aquellos barcos y qué belleza maldita había en aquellas tardes.
viernes, 1 de mayo de 2009
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Quién no ha sentido alguna vez el anhelo de embarcarse rumbo hacia cualquier parte, sin mirar atrás?
ResponderEliminarEn el fondo, nos pasamos la vida esperando tomar un barco.
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