Aunque sea difícil de creer, en el año 1985, en pleno hervor democrático, el rector de la Universidad de Deusto prohibió con rotundidad, es decir, sin sutilizas jesuíticas, que en el cine-club proyectásemos “El último tango en París”. Para quien sea ratón de hemeroteca, agregaré que la noticia gozó de cierta repercusión mediática, hasta el punto de merecer unos minutos en el telediario de las nueve. B., que era el director del cine-club, promovió una recogida de firmas y durante aquel trimestre se convirtió en el héroe de la Facultad. Nunca pensé que, veinte años después, me lo fuera a encontrar en Sevilla, en un foro de organizaciones no gubernamentales. Menos aún que tuviera el mismo cuerpo desgarbado y que conservara su aspecto de sátiro pacífico. Él no me reconoció y tampoco pareció celebrar que evocara la anécdota delante de su jefe, que emitía un sutil tufo a sacristía. Fue una decepción en toda regla, ver a aquel antiguo iconoclasta convertido en un siervo baboso. Luego pensé que también Marlon Brando había acabado siendo una caricatura de sí mismo, una mole de carne rebozada en las cenizas de su extinguido esplendor. Lo pensé amargamente en el viaje de vuelta, y al llegar a casa, entre las sábanas, incapaz de conciliar el sueño. Al día siguiente, me bajé al videoclub y alquilé “La ley del silencio”. Pasase lo que pasase, el rostro ensangrentado de Brando y su pelliza de cuadros rojos, siempre estarían allí.
lunes, 11 de mayo de 2009
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