Iba con mi padre y mi madre dando un paseo por el campo, en Babia, intentando localizar setas que tenían un aspecto diabólicamente apetecible y supuestamente venenoso. Alcanzamos un cerro y en la encrucijada de varios prados vimos a un labriego conocido fornicando con su mujer, el culo en pompa, arremetiendo contra una pared de piedras que no hizo amago de derrumbarse. Las vacas pastaban melancólicamente a su alrededor, hacía un día limpio y luminoso. Mi madre no sabía dónde meterse y tirando del cinto de mi padre le obligó a acuclillarse precipitadamente - ¡esto está lleno de cardos, joder!, gruñó el hombre -, mientras a mí me emplazaba a pasar desapercibido y esconderme entre unas escobas. Qué manera de embestir, dejé caer ante el estupor de mi madre, luego de agacharme siguiendo sus consignas. Pero lo peor es que nos empezamos a reír los tres, he de decir que con gran bochorno, como esos niños a los que se les fuga un cuesco en la iglesia, o esos infelices que no pueden contener la hilaridad en un sepelio. Los fornicadores acabaron detectando nuestra presencia, aunque juraría que no llegaron a identificarnos, para su fortuna y nuestro decoro (o viceversa). El caso es que, como no los veo muy a menudo, y me parece que no tenemos muchas cosas que contarnos, a veces les evoco la historia y, ay, ver a mi madre ponerse colorada mientras la recuerda, os aseguro que es de las cosas que mayor regocijo me produce en el mundo.
lunes, 16 de noviembre de 2009
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