Estuve una vez en un hospital como paciente. Tiene usted la vesícula como un paquete de arroz, me diagnóstico una doctora de ojos soñadores. Recordé los cólicos biliares de mi padre, la larga temporada de visitas agónicas a urgencias antes de que le interviniesen los capullos del hospital. Un amigo médico y el propio especialista de digestivo, me aconsejaron que no me operara: “Puede que nunca sufres un ataque”, me dijeron, y un tercero agregó: “Al final, meterse en un quirófano es jugar siempre con el azar, y ya se sabe cómo las gasta el diablo…”. Tengo fama de aprensivo, pero cuando cuento que, a pesar de estos comentarios, me incliné por el ingreso, la gente me mira con incredulidad. No entienden mi actitud, y tal vez hagan bien. Porque lo que finalmente me impulsó fue algo un tanto oscuro, que ni siquiera a mí me gusta traer a la memoria: expresado tétrica pero directamente, el deseo de pasearme por el “otro lado” con ciertas garantías de que podía regresar. Pero no vi luces ni túneles. Cuando desperté de la anestesia me pareció estar en un lazareto de campaña, rodeado de soldados convalecientes. Hubo un delirio furtivo, turbador, que me llenó de angustia. Y también el estremecimiento de una paz glacial e irreparable.
martes, 13 de octubre de 2009
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Jajajjjjajajjjjaaaaaaaaaaaaaaaaaa
ResponderEliminarEl pasado día 25 me extirparon la vesícula, porq tenía un pedrolo q ocupaba un tercio de su espacio. Dos cólicos en julio casi seguidos, de ingresarme y todo el belén, y la recomendación de todos los médicos de quitarme eso antes de la pancreatitis o la explosión del hígado, me empujaron al quirófano, y maldita la gracia q me hacía...
Yo, cuando desperté de la anestesia, sólo tenía mucho frío y temblaba. No podría llamarlo una experiencia religiosa, en realidad. En lo del alma, sigo igual.