Abrí una ventana por la mañana y vi un campo de maíz lleno de niebla. Había un clamor de mirlos entre las hojas. Me perdí en un laberinto desde el que se podía ver un océano que acababa en una tierra de leche. Comí más allá de la saciedad y la gula, compactos pedazos de lacón, hilachas aromáticas de grelos, patatas dulces y humeantes. Mi tía Celia, con ochenta años, me preparó un pote de café para desayunar y, antes de irme, me regaló una docena de huevos frescos. Creo que me perdí con el coche en alguna pista rodeada de bosques impenetrables. Me enamoré de mis primas y de sus hijos. Bebí un vino áspero y oscuro, y me reí por cosas que he olvidado, pero que seguramente evocaré pasado el tiempo. Dormí bien, no merecí tanto amor, tanta hospitalidad. Traigo los bolsillos llenos de gratitud. Me estoy haciendo viejo.
miércoles, 7 de octubre de 2009
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Si la gratitud es patrimonio de la vejez, bendita sea.
ResponderEliminarCómo se come en Galicia, verdad?