miércoles, 21 de abril de 2010

Cenizas antes del viaje

Escribo este texto en abril de 2010, días antes de cruzar con Sara el Atlántico rumbo a Nueva York, preguntándome si algún lector lo tendrá ante sus ojos un año después y si, haciendo memoria, será capaz de evocar el apocalipsis volcánico que tiene paralizada a Europa desde hace una semana, con millones de pasajeros atrapados como ratones en terminales de medio continente. A lo mejor, mientras lo lee, hay una nube densa de escorias sobre su cabeza, porque las erupciones han seguido multiplicándose sin pausa en las gélidas catacumbas de Islandia y lo que todos pensábamos que iba a ser una nube tenebrosa pero efímera se ha convertido en un sarro celeste y sobre la tierra sólo brilla una luz lívida y rasante que oculta el sol con el fósforo de un osario mundial. Los volcanes que yo asociaba a las novelas de Julio Verne y los sacrificios de doncellas semidesnudas en las películas de mi juventud, han decidido rebelarse contra la urgencia mojigata de los seres humanos. Aquí no hay más cera que la que arde, parecen avisarnos, y en la fosa rugiente de sus tripas miles de enanos furibundos están preparando una colada que hará temblar los cimientos de Occidente. Hay que estar preparado para fumarse un buen habano con las últimas cenizas que escupan sus bocas, pero también es posible que ese lector – al que yo imagino disfrutando un cigarrillo mentolado con aire irónico y somnoliento -, se esté riendo de esta página, recordando que la histeria que los burócratas y los políticos esparcieron entre nosotros estos días, sólo fue otra de las múltiples tomaduras de pelo que se sacaron de la chistera para tenernos asustados como conejos.
En un atardecer fastuoso, hace ahora algunos años, vi precisamente a un grupo de conejos moviendo el bigote en las faldas del Teide, ajenos a las proezas del volcán y la inagotable estupidez del género humano. Si finalmente ese volcán gemelo que todos temen empieza a arrojar pústulas incandescentes y sopas de lava en el norte, a lo mejor soy yo el que está leyendo estas líneas desde algún garito apestoso de Brooklyn, cocinando hamburguesas para ganarme la vida, mientras escucho un tema de Cole Porter en una radio pringada de grasa. Los viajes son impredecibles, haya o no volcanes en las islas donde atraca nuestra imaginación. De momento, confío en poder ver una exposición de Bresson en el MOMA. En el siguiente post, querido lector, espero contarle cómo me fue.

jueves, 15 de abril de 2010

Tomás

De vez en cuando, en días que cada vez se separan más entre sí, me acerco a ver a Tomás, entro en el gabinete en el que invierte las horas escuchando la radio o leyendo libros editados en braille, ensimismado en un silencio de mantas y semioscuridad, y me siento al otro lado de una mesa muy larga, a escuchar tranquila, perezosamente alguna de sus historias. Siempre me siento un poco culpable, pero él jamás me reprocha mis ausencias dilatadas, como harían la mayoría de los ancianos que conozco, sino que, como si acabara de visitarle la noche anterior, y tras un saludo cordial pero lacónico, empieza a desgranarme el primer recuerdo que se le viene a la cabeza, venga o no a cuento, como si el hilo de sus relatos también tuviesen una secuencia y una cadencia inextinguibles, a la manera de aquellos cuentos que hilvanaba nocturnamente la princesa Sherezade. A sus ochenta años, Tomás hace gala de una memoria prodigiosa. No sólo de geografías o personajes, sino de pormenores minuciosos, de anécdotas sucintas, donde asoman descripciones que sólo en apariencia resultan triviales: los objetos que poblaban una oficina polvorienta, el retraso del mixto que llegaba a las minas, el betún lustroso de los zapatos de un militar, las palabras exactas con las que un tendero lascivo seducía a la mujer de un boticario cornudo. Tomás, claro, habla de una época que yo no conocí, en la que casi nada era hermoso, porque había pobreza, miedo y enfermedades, pero él, que es un superviviente, nunca mancilla la nostalgia, no se deja arrebatar por lamentaciones seniles, y de su boca, que a veces se llena de flemas de viejo, no salen quejas tremebundas, ni tribulaciones pesadas, sino un tibio homenaje a la memoria, escenas de una película en blanco y negro con argumento inolvidable, con viajeros y pasiones que hoy serían imposibles de encontrar.
Me siento al lado de este anciano, cuyos latidos son cada día más débiles, y trato de verme a mí mismo dentro de treinta o cuarenta años, pero sé que entonces el olvido será el ogro que ocupe mis noches, y por eso me gustaría pensar que siempre va a permanecer ahí, sentado en su butaca, muy tapado porque la sangre ya no se enamora en sus venas, fiel e inalterable en las tardes de invierno, las pocas en que me dejo caer por su casa, llamando al timbre con la confianza de encontrarlo ligeramente dormido, o moviendo el dial de su radio, Tomás, la semana que viene prometo regresar a verte, camino de la librería, que me queda tan cerca, aunque no sople el viento en las calles y haya llegado la primavera, alguien debería decirle a Dios que tus historias no se pueden interrumpir, como la velocidad de los niños en los patios, como las ramas de los árboles que soportan la nieve y el hielo que la tierra ya no puede acaparar.

domingo, 11 de abril de 2010

El dandy sonámbulo

La duda sobre si realmente acababa de ver Barton Fink de los Coen o El exorcista me asaltó en el momento en que la cama empezó a moverse conmigo dentro. Rara vez me acuesto tarde entre semana, pero aquella noche la película se había prolongado, con su dosis habitual de anuncios, hasta las dos de la mañana. Cuando, en la segunda réplica, empezaron a entrechocar las puertas del armario y a oscilar la lámpara del techo, descarté mis dudas cinéfilas y atiné a pensar que estaba padeciendo un jodido terremoto. Entre medias, oí un ruido pavoroso que no olvidaré mientras viva: durante unos segundos pareció que toda la ciudad entraba en un túnel de viento colosal, o que por la calle avanzara un camión de cien ejes en dirección a mi casa. Hacía un mes que me había mudado, así que también pensé que el cabrón del constructor había rellenado los cimientos con peladuras de plátano. Me puse a dar tumbos por el piso y se me ocurrió llamar a los bomberos. Debí ser el primero en pensarlo, porque las líneas no estaban colapsadas. Un tipo con voz fúnebre y lacónica me confirmó, titubeando, que todo apuntaba a un fenómeno sísmico. No me ofreció ni una palabra de calma, ni mucho menos de qué es lo que pensaban hacer los operativos municipales. Estuve por preguntarle si sabía en qué escala Fahrenheit – y no Richter – nos movíamos, pero intuí que a lo mejor no estaba para guasas, o peor aún, que a lo mejor me daba una estimación y todo. En la calle había algún bullicio y al asomarme sorprendí a un vecino y a su mujer en paños menores, con un bebé sollozante en brazos, con una expresión de terror en la cara. No se preocupen, sólo es un terremoto, les grité negligentemente y regresé al interior a prepararme una copa. Ese vecino no me habla desde entonces, aunque nunca tuve la oportunidad de explicarle que no me había fijado en el color de sus calzoncillos.
A la mañana siguiente todo el mundo hablaba de lo mismo y cada cual contaba cómo se había sentido con el dichoso terremoto. Estaba comprando pan cuando entró en la tienda un joven ojeroso y desgreñado, que debía ser conocido del panadero. No hay romería que no pese al siguiente día, le espetó al percibir la resaca que llevaba encima. El joven se rascó el cogote y con voz pastosa respondió: Joder, ayer me pasé de verdad, tío, pero me debieron dar garrafón del malo, porque cuando regresaba me parecía que la calle se movía, tío, menuda curda asquerosa. Yo observé al gañán con ojos admirados y a diferencia del resto de clientes, que se echaron a reír o lo miraron con reprobación, pensé que aquel tipo era un héroe, el último vicioso insobornable que quedaba sobre la tierra.
Esa sí que sería una forma elegante de morir: creer que lo que resuena en tu cabeza no son las trompetas del Juicio Final, sino el chunda-chunda de el último after que te has visitado de madrugada.

viernes, 9 de abril de 2010

Morbilidad

Ver algunos programas de televisión a ciertas horas y leer la prensa de este país a diario puede desencadenar en tu cerebro consecuencias entrópicas insospechadas, pero por alguna causa misteriosa y sorprendente no se tiene constancia de fallos neurológicos a edades avanzadas, como esos ancianos que hundidos en los sillones de su salón asimilan impávidos toda la barbarie que les vuelcan, incluyendo cuerpos mutilados, ciudades devastadas por coches bomba, semblanzas de pederastas y columnas de tanques ardiendo en el otro extremo del globo. Siendo adolescentes, en una tarde de julio, mientras comíamos pipas monótonamente en la plaza del pueblo, Luismi apareció de repente con un periódico a punto de desaparecer, que por aquel entonces se usaba para envolver bocadillos de mortadela y que se vendía en los kioscos de golosinas bajo el escueto nombre de El Caso. En la portada, de una policromía exuberante, aparecía casi a tamaño natural un hacha ensangrentada y de punta a punta de la hoja podías ser testigo de un rosario de hechos atroces, todos ellos de un horror brutal y casposo, como correspondía a la época y que, leídos sin remordimiento alguno, nos permitieron pasar una velada inédita riéndonos a mandíbula batiente. Parricidios, tipos que después de tirarse en paracaídas habían caído dentro de un pozo, viudas devoradas por sus propios gatos, venganzas entre labradores por reclamaciones catastrales, accidentes domésticos, palizas de esposas a maridos ebrios, intervenciones quirúrgicas donde se amputaba el miembro equivocado, pertinaces casos de zoofilia, cadáveres en descomposición en el cajón de un montacargas de una obra sin concluir, ladrones que se habían clavado la barriga en la verja del chalé que pretendían saquear, y así hasta desfallecer en un vértigo de tintes furiosos, en un carrusel de sucesos, accidentes y desgracias que parecían salir de la imaginación de un pensionista al que, por error, hubiesen recetado una dosis desproporcionada de L.S.D. Joder, qué tarde pasamos.
Yo creo, frente a tanto sociólogo nihilista, que hay una generación de lectores que gracias a esa educación tremebunda son capaces de viajar entre los despojos del mundo como gondoleros avezados, pasando pacíficamente de canal en canal. En medio de una sociedad que tiene un pánico cerval a la muerte y a cualquiera de sus manifestaciones, los rocosos ancianos que hojeaban El Caso en su niñez mientras desenvolvían el bocadillo de chorizo, se plantan ante el televisor con la calma de los estoicos y se van al tálamo sin inmutarse por ese lenguaje catastrófico, más preocupados por la tumescencia de su próstata que por el balance siniestro del mundo. Son peces de escama dura que han alcanzado cierto grado de resentimiento e impudicia y miran de reojo a los jóvenes escualos que se devoran en el arrecife. “Acabaréis como nosotros”, parecen decirnos, “advirtiendo que la tierra, a cada vuelta que da, va soltando más y más trozos de escoria”. Gringos viejos y adorables.

martes, 6 de abril de 2010

Tardes de hule

Antes escribía textos sin mucho sentido en una libreta con tapas de hule, que pretendían ser fragmentos que acabaría incorporando a una gran novela, que seguramente nunca acabaré de escribir. Cosas como: “El cuarto se sumía en una blanda penumbra y la luz de la ventana retornaba hacia el polo opuesto de la tierra, como una promesa que hubiera traspasado un confín prohibido”; o: “En la luz de la tarde se mezclaba el polvo de la luna”; o: “Aquel verano llovió copiosamente. Brotaron malvas azules en las piedras y las tormentas erosionaron tanto las fachadas que al apoyarse en el alféizar de sus ventanas los moradores caían desplomados”.
Ahora facturo posts, blogs, emails y microficciones, y soy más moderno. Me apunto al facebook y navego por las aguas de una matriz pixelada sin enterarme muy bien dónde estoy y qué coño significa todo esto.
Creo que echo de menos las tardes de hule. Tardes en las que escribía citas minúsculas en pequeñas hojas cuadriculadas. Me da igual que suene a nostalgia de mesa camilla o de flores de almidón. Me asomo a la ventana y veo a una joven madre con gafas negras fumando nerviosa mientras su crío corre enloquecido entre unos setos mal podados. Está sola. Seguramente, cuando llegue a casa, mientras el vástago se queda hipnotizado frente a la playstation, la madre joven y distraída se conecte a Internet para bucear en la nada. Apuesto a que tiene unos ojos hermosos. Se ha levantado un poco de viento y entre las hojas imaginarias de mi libreta de hule intento imaginar una cita sólo para ella.

sábado, 3 de abril de 2010

Carreteras secundarias

A menudo, cuando estoy dentro del coche, me veo a mí mismo descendiendo con un bate de béisbol y aporreando la carrocería del imbécil que ha estado a punto de atropellar a un cojo en un paso de cebra, y si encima el tipo que conduce es un gilipollas que lleva las gafas de sol en la frente y las ventanillas bajadas con la música zumbando, extiendo mi agresión a su cráneo y sus rodillas, que oigo crujir póstumamente, mientras la novia que le acompaña, que lleva las uñas verdes y masca chicle desenfrenadamente, lanza gritos histéricos calle abajo. A veces se trata de un cincuentón con un coche imponente, pitando impaciente junto a un semáforo, al que le estrujo la cabeza contra el salpicadero, o le obligo a masticar con sus muelas de oro el símbolo del mercedes que luce en el capó.
Imagino esas cosas con una ira sorda, volcánica, que no me impide visualizar con calma la secuencia de los golpes. Si tengo tiempo o hay atasco, me veo convertido en un hampón de una película de Tarantino, con un colt colgado de la mano y diciéndole al chorra de turno, después de entrar tranquilamente en su auto, que nos vamos a dar una vuelta juntos. El viaje puede ser largo, tanto como la iniquidad del conductor, por lo que nos podemos pasar horas recorriendo carreteras secundarias, o autopistas vacías, rodeadas de páramos y polígonos industriales. Siempre acabamos, no obstante, llegando a un lugar agreste, y allí, tras soltarle un concienzudo y minucioso discurso cívico sobre la importancia de no comportarse como un majadero al volante, le pido que salga fuera, le conmino a quedarse en calzoncillos (y sin zapatos: esto es realmente esencial) y como desenlace del drama lo dejo tirado en medio de un monte lleno de abrojos y cambroneras. Si sopla un viento gélido la escena adquiere un matiz más vistoso, y en ocasiones me quedo fumando un cigarrillo mientras le explico a mi víctima que no hay una casa en cien kilómetros a la redonda y que en un par de horas alcanzaré una barranca áspera y profunda donde arrojaré sin contemplaciones su flamante todoterreno. Sus caras son un poema, porque estas cosas, además, suceden cuando está a punto de morir el día.
Pienso estas cosas en el interior del coche, digo, porque es el lugar que me permite ser testigo asiduo de innumerables abusos y tropelías, de un modo constante, gremial y turbador, como si la especie humana hubiese nacido, no para escribir versos, plantar frutales o amarse bajo la luna, sino para meterse dentro de una caja con ruedas y hacer el subnormal con una insolencia abrumadora.
Oigo el frenazo matutino frente al paso de cebra que tengo junto al lugar donde trabajo y cuento los días que pasarán hasta que un bastardo se lleve por delante a un peatón que seguramente viajó en su juventud sobre yeguas tordas o blancas.

jueves, 1 de abril de 2010

Estampas

Me acuerdo de los azulejos blancos, de Carmen, nuestra vecina, con su corazón frágil y su voz delgada, de las jóvenes que venían con sus hijos a que mi madre les pusiera inyecciones en la cocina de casa, ella que siempre se quedaba desconsolada porque entraban llorando, de la tienda de ultramarinos de Regina, de los gemelos del bar de abajo, con los que mantuve durante años una pelea perpetua, de la cantera a la que me tenían prohibido ir, donde había un sendero que te llevaba a la roca del diablo – el mismo lugar que se había cobrado la vida de no sé cuántos niños temerarios y desobedientes -, del vagabundo con barba que a veces se paseaba por el barrio suscitando nuestro miedo y que tenía los ojos más tristes del mundo, de mis bolsillos llenos de cromos y canicas, de Arsenio, que lustró mis zapatos con su mejor betún el día de mi primera comunión, de su vejez arrasada por el Alzheimer y los gritos de su esposa, de la noche que suplicamos que nos dejaron acostarnos más tarde para poder ver King Kong, del flequillo ridículo y los espantosos calcetines a rombos, de las manchas de tinta que malograban horas de trabajo obsesivo en mis láminas de dibujo, de los merengues que mi madre nos compraba después de los análisis de sangre, del gato de porcelana de la señora Mercedes, panzudo y aterrador, del circo, de los mapas, de las noches de fiebre en que yo veía gigantes en la oscuridad, de los parásitos, de las sesiones de cine al aire libre, de los orinales debajo de la cama, de las pobres mascotas sentenciadas: pollos pintados de colores, tortugas, hamsters, jilgueros, peces que venían en bolsas de plástico… del placer enloquecedor e irrepetible de la primera masturbación, del aire frío en los pulmones cuando corríamos en el patio del colegio, de los botes de leche condensada, del horror a los dentistas, de la herejía de los supositorios, de los cómics, del sol deslumbrante del verano, de los aparatos con bolas de mascar, de los coches desguazados que utilizábamos de escondite, de las horas interminables en el mar, de las quemaduras, las contusiones, las cicatrices, de las pesadillas, de la semana que mi padre estuvo en el hospital, del día que regresó, y de los olores, todos esos olores desvanecidos, que seguramente han sido abducidos por un misterioso agujero negro: la resina de los pinos, las fresas, las sábanas recién planchadas, la leche hervida, las gomas de nata, el aroma de la tierra húmeda, el establo donde ordeñaba mi abuelo, los roperos llenos de membrillos, la hierba segada, las monedas de níquel, los pucheros de café, la piel desnuda, sin máscaras ni perfumes…
El castillo inexpugnable de mi infancia.