Con la boca abierta, mientras el cirujano maxilofacial me golpeaba con un martillo en el mentón para extraerme esquirlas óseas con las que realizarme un injerto y procesar el implante, me hice a la idea de que podía estar en manos de un herrero o de un ebanista especializado en la construcción de ataúdes. Me acordé del escritor Alberto R. Torices, más inclinado a sufrir esas penalidades en los ambulatorios de la Seguridad Social, pegando aullidos mientras un zoquete le intentaba extraer una muela apoyando la rodilla en su caja torácica (me levanté de allí avergonzado”, me confesó, “tenías que haber visto las caras aterradas de los otros pacientes cuando salí de la consulta”), pero siendo muy consciente de que la factura que me iban a clavar a mí rebasaría con creces los sufrimientos de mi amigo. Cinco mil euros del ala, a los que se sumarían otras retribuciones por placas y limpiezas, que yo suponía incluidas en el atraco, pero que la enfermera (que me recordaba, con su sonrisa aséptica y reprimida, a aquella otra que enloqueciera a Jack Nicholson en “Alguien voló sobre el nido del cuco”) se encargaba de cobrarme con la rapacidad sinuosa de una dependienta de Loewe.
Jodidos dentistas. Si es que ya lo cantaba Sabina cuando su voz no era tan cazallera, que al entierro de Franco acudieron, entre otros personajes siniestros, militares con monóculo y un dentista de León. Sacamuelas y sacacuartos simultáneamente, representan, junto a los notarios, los abogados y otros colegas de la profesión, los baluartes del esplendor burgués, el último vestigio de una época en la que no se consiguió que los españoles gozarán de empastes gratuitos, pero sí de una casta de vampiros que, impávidos y sonrosados, siguen esquilmando bolsillos con la pericia de su bisturí.
Jodidos dentistas. Si es que ya lo cantaba Sabina cuando su voz no era tan cazallera, que al entierro de Franco acudieron, entre otros personajes siniestros, militares con monóculo y un dentista de León. Sacamuelas y sacacuartos simultáneamente, representan, junto a los notarios, los abogados y otros colegas de la profesión, los baluartes del esplendor burgués, el último vestigio de una época en la que no se consiguió que los españoles gozarán de empastes gratuitos, pero sí de una casta de vampiros que, impávidos y sonrosados, siguen esquilmando bolsillos con la pericia de su bisturí.
Esta entrada resentida me ha sacado mas de una sonrisa, has narrado con un perfecto estilo tragi-comico.
ResponderEliminarSaludos
LiLith
Saludos y me alegro de que te haya provocado una sonrisa!
ResponderEliminarme encanta, tengo que volver por aquí..
ResponderEliminarMe aterroriza el dentista. Cuando estoy sentada en ese sillón fatídico, lo mismo podría hacerme un empaste q asesinarme, q yo me dejaría igual, porq el miedo me paraliza.
ResponderEliminarMiguel, he buscado tu libro y hasta Septiembre, nada... y es q me jode comprarlo por internet. Está agotado en Zaraguay y la distribuidora cerrada por vacas. Así q tendré q leer otra cosa mientras lo consigo. :)
Hola! Lo primero no te sientas obligada...y si lo compras, setiembre es un buen mes! Yo me iré de vacaciones también un par de semanas. Nos vemos.
ResponderEliminarAsí que 5.000 euracos, eh?
ResponderEliminarLos Jemeres Rojos fusilaron a todos los que llevaban gafas porque suponían que era un signo de aburguesamiento. Luego, para buscar a los monjes, el método era sentarse frente a una persona en un autobús y le dejaban caer algo entre las piernas, los que las abrían era porque habitualmente llevaban hábito y para no dejar caer las cosas las abrían como hacen las mujeres que llevan falda.
Quizá en la próxima revolución lo que hagan sea mirar los piños a la gente y ver cuánto se han gastado en dentistas.
Joder, en la foto del blog llevas las gafas en la boca!. Estás dando demasiadas pistas, tío. Huye!
Agradezco a la providencia que no me tocase nacer en un arrozal al lado del cuñado de Pol Pot...pero tomo nota, que seguro que Hacienda me cruje todavía más!
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