Después de la pandemia, y de que la gente aceptará ser controlada en sus actividades más íntimas, se impuso la necesidad de buscar un héroe, un ciudadano que conservase un vestigio de rebeldía, o al menos, de leve insolencia. Sucedió que alguien mantuvo su costumbre de leer manuscritos, negándose a incrustarse chips o placas en el cogote. No eran las suyas lecturas banales, sino textos de un fulgor antiguo y poderoso. Lo que sacaba a la luz aquel lector eran, en un mundo sin género epistolar, docenas de cartas: cartas conmovedoras, inimitables, llenas de lucidez y memoria.
La gente especulaba sobre dónde vivía y se barajaban muchas hipótesis: los había que lo ubicaban en una choza en medio de la jungla, otros en el interior de un pontiac del 66, y había quien se lo imaginaba en una barca fondeada en la sal inmortal del Mar Muerto. Hasta que se corrió la voz de que, curiosamente, tenía su sede en una gran ciudad.
Los internautas empezaron a citarse en aquel sitio, con intención de acampar, hiciese frío o calor, bajo los arcos de su ventana. Soñaban con un hito mágico, con el día donde ese hombre, empuñando un manuscrito, saldría a leer una carta especial: un texto veraz y profundo que estremecería sus extenuados corazones.
A una hora imprecisa, más bien al oscurecer, el lector bajaba la escalera y extraía con mimo un folio. Esparcidas por aceras y zaguanes, sin orden ni concierto, le aguardaba una asamblea de cuerpos que rozaban, bajo un cielo enorme, el éxtasis y la veneración. Venían desde puntos lejanos, a veces exóticos, en condiciones misérrimas; algunos dormían al raso, y otros acudían con la prole y el pan. Habían sufrido lo indecible durante la larga pandemia y anhelaban ansiosos las palabras del lector: se había divulgado la especie de que una noche recitaría un texto vibrante, el relato de un protagonista sagaz y soberano. Una historia cuyo contenido, concebido bajo el firmamento más puro, estrenaría una época sin virus.
Un día vino a suceder algo inesperado: el hombre suspendió, contra todo pronóstico, su ansiada lectura. Las persianas de su casa permanecían bajadas y moribunda la luz de su jardín. Los niños jugaban en los templos y todos los seres, incluso los cuervos y las ratas, parecían compartir una gran
expectación.
No había espacio para más personas y la muchedumbre colapsaba la avenida. Se oyó entonces un clamor súbito y una silueta se recortó bajo el dintel: pertenecía al amado lector y, al verlo, todos suspiraron con alivio. Un viento despejó las calles y las estrellas relumbraron con fuerza. Se percibía la alianza entre quienes añoraban el verbo y aquel lector misterioso. Éste, guiñando los ojos, sacó un papel arrugado y se dispuso a leer. ¿De quién sería la carta?, se interrogaban todos. Se amasó un silencio sobrenatural, presa la gente de una ensoñación religiosa. Pero en la voz del lector algunos detectaron, con alarma creciente, algo inaudito: un torpor que recordaba -se persignaron incrédulos-, el pálpito de la embriaguez. Rascándose la panza, con voz pastosa, aquel hombre miró a los congregados jovialmente y, carraspeando intensamente, leyó:
- En el futuro, los hombres seguirán siendo espantadizos y manipulables, y adorarán a los necios y los demagogos. La enfermedad acabó con su poca sensatez, amigo mío: deja a esos zoquetes y cabalga conmigo de nuevo.
Tras concluir su lectura, Sancho Panza se ajustó los pantalones con fuerza y, lanzando un eructo glorioso, escuchó su eco por las rutilantes avenidas de Nueva York.
Corría el año 2060. El mundo anhelaba líderes con desesperación. Gobernaba la ciudad, un nieto de Donald Trump.
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