miércoles, 9 de diciembre de 2009

Trabajo

Durante muchos años anduve trabajando por el campo, eso que ahora llaman pomposamente medio rural, en tareas de desarrollo social, otro nombre pomposo, lo que me llevó a convivir con personajes casi en vías de extinción, esos que durante siglos han sustentado en los pueblos una autoridad caciquil y desde luego incuestionable: en mi caso, un grupito integrado por el secretario municipal, el alcalde, el director de las escuelas y el médico. Con todos trataba de llevarme bien, pues al fin y al cabo yo concitaba demasiados atributos sospechosos (era joven, extranjero y encima de ciudad) como para asumir protagonismos o ideas intempestivas. Especialmente me veía obligado a simpatizar con el señor alcalde, un hombre bregado y entrado en años, de socarronería proverbial y al que, hablando en plata, le importaban un pimiento mis actividades. Políticos he conocido muchos a lo largo de mi vida, algunos, incluso, y a pesar de ser unos corruptos, han acabado desempeñando cargos poderosos o bien remunerados, y en general – siempre hay excepciones - puedo afirmar sin temor a equivocarme que son el argumento más sólido que un ciudadano honrado o una persona en sus cabales puede utilizar para poner a parir a la democracia. Aquel, al menos, no tenía ínfulas excesivas y se limitaba a seguir lealmente las consignas de su líder y a mirarme a mí como a un piojo desterrado. Como dije, no obstante, y dado que mis magros ingresos – y de que continuase en el programa – dependían de su opinión ante mis jefes, hacía lo posible porque aquel desdén no acabara convirtiéndose en un animoso desprecio (en otras palabras, que le hacía la pelota constantemente).
No llegué a enemistarme con él, aunque sentí una especie de alivio (no sabía que iría a conocer a otro peor) cuando por fin saqué mis huesos de aquel secarral salido de un cuento de Juan Rulfo.
Un buen día, hace bastantes años, lo vi en uno de esos hoteles enormes y horrorosos donde se celebran simultáneamente bodas y bautizos (algún hostelero sin escrúpulos y visión de negocio, debería incluir en el futuro los sepelios) y cuando me acerqué para saludarlo, me di cuenta de que no me reconocía. Lo atribuí inicialmente al sopor de la pitanza y los vapores etílicos, pero después de insistirle y darle todo tipo de detalles, siguió mirándome como a un extraño. El caso es que nos abrazamos y él me sonrió atolondradamente, y en aquella sonrisa un poco desmañada, distinguí el temblor de su enfermedad.
Me fui a mi asiento con el rostro lleno de sombras y cuando me preguntaron por qué estaba tan serio (algún pariente beodo), me limité a encender un cigarrillo y a rechazar la copa de cava. Ahora pienso que incluso los enemigos más enconados acaban por ser cuñas en la madera desgastada de nuestra vida y que, paradójicamente, es posible que tampoco deseemos que se desvanezcan para siempre de nuestra memoria.

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