miércoles, 23 de junio de 2010

Las Cartas 2


Hubo una época en la que escribía cartas asiduamente: cartas de amor, de amistad, de protesta, incluso una a la Comandancia de La Coruña para que un colega – no recuerdo el contenido, creo que recurrimos a una combinación de pretextos académicos y sentimentales – evitase ser enviado a realizar la mili a una isla pedregosa.
Sería cuestión de preguntarse quién escribe cartas hoy, quién pierde el tiempo en hacerlo a mano, quién se molesta en meterlas en un sobre y localizar después un buzón. Supongo que viejas aficionadas a la correspondencia comercial, algún profesor con aire filatélico, eruditos habituados al uso de objetos atávicos, como los astrolabios, el cartabón o el plumier. Y por supuesto los niños, pero durante un lapso efímero, antes de descubrir la play-station o el fiasco de los Reyes Magos. La Humanidad ha prescindido del recurso epistolar para siempre y se ciñe a los mensajes del móvil, a las redes virtuales, a navegar cómoda y velozmente por el espacio de Internet.
Pero yo escribí muchas cartas en mis años de juventud. Tantas que a veces aparecen entre pliegos amarillos, al fondo de cajones con aire de sarcófago, en el mismo sitio donde descubres fotos jurásicas o lápices de colores con el carbón intacto. No me explico cómo fui capaz de sentarme a escribirlas, ni de dónde saqué esa paciencia que ahora se me antoja irreal. Alguien a quien entregué mi vida conserva un puñado de aquellas cartas que redacté cuando estaba perdidamente enamorado, en noches de invierno o tardes de junio, pero a pesar de mis súplicas esporádicas, se niega a revelarme dónde están. Tal vez haga bien. Cómo leer ahora esas cartas sin que le despedace a uno la nostalgia, la memoria, las horas dulces del pasado. Verse con la nuca y el mentón inclinado, los ojos jóvenes, la mente absorbida por imágenes de una luz cegadora. Si traspaso el umbral de la vejez, creo que volveré a escribir cartas en mis tardes muertas, incluso a los que fueron mis más acendrados enemigos. Aunque me haya convertido en un guiñapo y las firme, rodeado de monjas o celadores indolentes, con dedos temblorosos.

2 comentarios:

  1. Ufff.. ¡qué latigazo sentí al leerte, Miguel!

    Yo era de esas pesonas que escribía cartas, incluso sin destinatario, que más tarde rompía: ¿Necesidad de 'hablarme' de mí, cuando los demás me hacían sentir que no les importaba? ¿Intención de hallar la oportunidad de comparar, para valorar, lo que yo pensaba, analizaba o sentía? ¡Qué sé yo! No importa ya..., como tantas cosas que dejaron de ser porque, cuando debían, no fueron.

    Bueno, Miguel. Me reitero en lo que te dije el otro día, me interesa lo que escribes en su forma y contenido, y como suelo ser consecuente con lo que digo, voy a poner un enlace en mi página -con tu permiso-, no sólo entre mis blogs a seguir, que eso ya lo hice, sino de enlace directo a este blog, junto a Víctor, otro 'insolente' bloguero..., léele, creo que sois muy parecidos, te caerá bien, ya lo verás.

    Un abrazo.

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  2. Pues desde luego que seguiré tus recomendaciones. Abrazos!

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