Algunos días, cuando salgo del curro, paso junto a un colegio cuyo patio linda con la acera que atravieso para llegar a casa. Suele estar vacío, pero en ocasiones - no sé si por un imperativo docente que se me escapa - está colonizado por una turba de niños que llena el aire con una algarabía increíble. El espectáculo que ofrecen es memorable y a la vez abrumador: corren enloquecidos unos, se suben a chepas ajenas otros, se quedan ensimismados en las esquinas algunos y se agarran a las faldas de sus maestras los que apenas levantan tres palmos del suelo. A pesar de que un puñado de ellos va forrado hasta la coronilla (convertidos por sus madres en polichinelas de trapo), la mayoría persigue luciérnagas invisibles en mangas de camisa. En estos días gélidos y novembrinos, tanta temeridad le deja a uno con la cara pasmada. De un tiempo a esta parte, sin embargo, vengo pensando que los niños no son de este mundo. Podría parecer que lo digo en sentido mefistofélico, como si se tratase de una invasión marciana, pero por desgracia no es así. Más bien da la sensación de que los hubiésemos raptado de un país donde dormían soberanamente y ahora intentasen despistarnos con su sobresalto perpetuo. Incluso cuando se detienen parecen absortos en un pasado remoto, una frontera donde los sueños tienen una lógica inviolable. Nos toleran porque no les queda más remedio, pero guardan en sus bolsillos guijarros acuñados en otro planeta. Por eso, cuando nos paramos para saludar a una madre joven, y yo me agacho para ver al niño que sueña - pues no están sólo dormidos -, siempre rezo para que abra de golpe los ojos. Los ojos de los niños son caramelos de fiebre que a mí me gustaría guardar bajo los párpados cuando me entran ganas de llorar.
miércoles, 1 de diciembre de 2010
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Brillante. O chapeau.
ResponderEliminarGrandioso, papá.
ResponderEliminarmuy muy muy bonito.
ResponderEliminarMe encantó !!
ResponderEliminarGracias por vuestros comentarios!
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