La casa donde nací sigue teniendo el pasillo angosto y el mismo baño raquítico donde me duchaba con agua helada, el cuarto que daba a un patio interior con tendederos que desafiaban la ley de la gravedad, como arañas colgando de un hilo que siempre estaba a punto de romperse. Si algo recuerdo de mi juventud es el jaleo del viento en aquel patio, su bronca de muelles y veletas, haciendo temblar los huesos de los muebles y las tablas de las persianas. A pesar de la insolencia del aire yo dormía como un bendito. Por la mañana el tren me llevaba entre casas oscuras a los pabellones de la Universidad, pero entre aquellas sábanas que mi madre planchaba para que siguiese soñando con caracolas, yo imaginaba que iba a bordo de un barco, o subiendo por una ladera pintada de nieve, mientras mi padre roncaba su fatiga de obrero y la ropa tendida al oscurecer se retorcía sobre las cuerdas con una furia de latigazos. Cómo soplaba aquel viento sin bridas de los dioses. Las novias nunca me duraban demasiado y ahora pienso que la culpa la tuvo aquel aire enloquecedor, que inexplicablemente sigo echando de menos, como los pobres sioux debieron añorar las praderas de su infancia, aquel mar de hierba teñido de sangre, los búfalos de hocicos humeantes bajando de las colinas... Por las mañanas yo veía fábricas que se caían a pedazos desde la ventanilla del tren y pensaba que solo el viento golpeaba los cristales sin importarle la desesperada soledad de los clavos. La herrumbre, como una viuda despechada, se dejaba abrazar por él, y hasta los viajeros fortuitos, mientras oían sus aullidos, guardaban un silencio maravilloso.
lunes, 3 de enero de 2011
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Bueno, pues si echas de menos el viento, date una vuelta por Zaragoza y verás como este cierzo enloquecedor te hará sentir q así, menos ventilado, estás mucho mejor. Y sí, seguro q lo de las novias era por eso. ^^
ResponderEliminarPues ya me enfrentaré al cierzo, a ver qué ocurre, ja,ja. Un abrazo!
ResponderEliminarInteresante...
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