martes, 10 de mayo de 2011

La belleza depravada

Sobre la vela mayor surgía esporádicamente el vértigo blanco de las gaviotas, mientras el casco abría bocas de espuma en la cresta nívea de las olas. El velero se acompasaba a su vaivén con docilidad. El mar, al unísono, adquirió bajo el crepúsculo una escala corporal, como si fuese una gran médula dorada. Todo se recuperó en la piedad de la memoria y del tiempo, en la evocación de las tempestades vencidas. Las olas retornaron con una insolencia alegre y en la noche incipiente se desfiguró la cinta del cielo, dejando una mancha púrpura en el mundo. Las sirenas se zambullían en el océano y la costa, suave y oscura, se ofrecía en el horizonte como una promesa de luz. Cualquiera de los hombres que navegaba en ese barco desde hacía tiempo podía sentir el rumor de las páginas vírgenes de las velas, sobre ese otro, más hondo, de los cristales opacos del mar. Soplaba sobre sus rostros un céfiro leve, preñado de júbilo y añoranzas. El mismo Dios, con sus grandes barbas blancas, asistía conmovido a la serena belleza de aquel momento.

Corría el año 1416; el velero arribó al puerto de Génova en una magnífica noche de verano.

En las plazas bullía un ambiente suntuoso y festivo.

Las primeras pulgas que descendieron del barco, ávidas y expectantes, se agitaban malignamente bajo las bubónicas axilas del capitán.

1 comentario:

  1. muy grande, miguel.
    la última frase me llevó al último parrafo de la peste de camus.
    magnífica postal.
    un abrazo

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